¿Qué es amar?

Autora: Raquel Braojos Martín.

 

—Oye, pero a mí me han dicho que los autistas no tienen sentimientos, ¿tu hermano siente amor y esas cosas? ¿O no?

La primera vez que me hicieron esa pregunta sentí una mezcla de indignación, furia y, para qué negarlo, dudas. La primera vez que me lo preguntaron era una niña, encogí mis hombros, clavé la mirada en el suelo y lo negué con fervor. Yo adoraba a mi hermano pequeño y me aterraba la idea de que él no me quisiera. Era demasiado pequeña para comprender que querer no era decir un puñado de palabras, no era deletrear «te quiero» y sentí miedo. Un miedo que no podía controlar.

En aquellos años Rubén no sabía hablar, pero se aferraba a nosotros con sus pequeñas manos. Sólo a nosotros, a su familia. No sabíamos si era furia, cariño, o una manera más de aliviar su estrés. Años después aprendió a hablar y «te quiero» fue una de esas cosas que insistimos en enseñarle. Y así fue, lo decía, lo repetía, pero eso no lo hacía sonar más real, aunque a nosotros nos encantara escucharlo.

Ese era el problema. La mayoría de las personas creemos que sólo hay una manera de querer, la nuestra. Esperamos que todos pasen por un mismo filtro de conducta. Esto es curioso porque «nosotros» sabemos decir te quiero, pero también somos capaces de hacer daño, de usar los sentimientos en nuestro favor, somos conscientes del dolor, de las mentiras. «Ellos» jamás lo harían. Nosotros que no somos puros ni cristalinos, ¿de verdad podemos dar ejemplo de cómo amar?

Y aunque la duda sobre si mi hermano me quería siempre sobrevoló sobre mi mente, como un pajarillo inquieto y preguntón, recuerdo con claridad la primera vez que supe que mi hermano quería a alguien:

Nuestro tío Daniel solía llevarnos de paseo y sentía una adoración especial por mi hermano. A Rubén también le encantaba estar con Daniel, le obedecía y se reía mucho con él, mi hermano señalaba el camino que debíamos seguir y ¡pobre de quien no quisiera ir por allí!

Pero Daniel murió. Fue repentino, de un día para otro, nadie lo esperaba. Nos costó explicárselo a mi hermano: que no habría más paseos, que no veríamos más a nuestro tío, que ya no estaba por aquí. Daniel dejó de aparecer, pero no se fue de la mente de mi hermano. Cuando, pasado un tiempo, volvimos a hacer esas rutas (con nuestro abuelo) mi hermano solía decirme:

—¿Tú recordar? Paseo con tío Dani.

Alguno de vosotros puede pensar: «Ah, rutina, característico del autismo, no es que quiera a tu tío sino que estaba acostumbrado a él. Lo echa en falta como cualquier otro aspecto rutinario». Eso podría haberlo creído cierto en las primeras semanas, en los primeros meses, en el primer año, pero no después.

—¿Qué tienes ahí? —. Le pregunté a mi hermano (en su versión adolescente) cuando le encontré rebuscando en un cajón. Él pronto intentó esconderlo, como si fuera algo vergonzoso. Forcejeé un poco con él y se lo quité de las manos. Era una foto de una reunión familiar antigua. En ella salía nuestro abuelo, nuestro primo y nuestro tío Daniel; también yo. Habían pasado varios años desde su muerte y la rutina de mi hermano no podía ser más diferente. De hecho, Rubén pasaba las tardes pegado a su consola. Los paseos se habían acabado; nuestro abuelo, quien también nos solía llevar por los mismos caminos, empezaba a tener una enfermedad degenerativa.

—Qué foto más bonita —dije yo.

—Yo no puedo —dijo él tratando de esconderla otra vez.

—Claro que puedes —respondí—, ¿te gusta la foto? —. Al principio no entendía que veía de especial en una foto en la que no salía él.

—Me gusta, sí. Tío Dani —lo señaló en la imagen—. Cuando era pequeño yo mucho con tío Dani

Sus ojos resplandecieron y sus manitas se movieron ilusionadas, como si hubiera estado años deseando enseñármelo. Y lo sentí, claro que lo sentí. Incluso lloré un poquito de emoción: aquello era amor.

—¿Y quién es esa niña que está sobre sus rodillas? —pregunté yo.

— Tú, pequeña.

Cuando falleció nuestro abuelo, mi hermano, aparte de mirar sus fotos, también tuvo otra reacción: entraba a casa de mi abuela y, en vez de ir directamente al salón, corría por el pasillo, abría la puerta de la antigua habitación de nuestro abuelo, donde había pasado sus últimos años enfermo, y observaba su interior. Como si pudiera ver su recuerdo en ella. Como si esperara encontrar a nuestro abuelo tumbado sobre su cama. Otras veces Rubén se sentaba en la silla de ruedas y se quedaba estático, a la espera.

A veces, años después, cuando cree que nadie le observa, mi hermano vuelve a abrir una rendija en la puerta de la habitación. Y habla de los caramelos, de los juegos, de los paseos, de la gorra, de los «se lo voy a decir a tu padre». De su abuelo Paco, de su abuelo Damián, de su tío Daniel. Habla de nuestras tres ausencias y lo hace con los ojos brillantes. Y me coge de la mano, y me arrastra consigo al ordenador para enseñarme su descubrimiento de esa semana: series que quiere que vea, constelaciones que quiere que memorice, mapas, fotos, canciones. E insiste, aunque yo esté ocupada. Porque le gusta que esté en su mundo, hacer que forme parte de él. No siempre, claro que no. Pero cuando quiere estar con alguien siempre nos elige a nosotros. Estamos en la cúspide de su colina. Cuando se cansa de su propia soledad empieza a gritar «Raquel, ven…» «Mira, mamá…». Porque el amor no son palabras que vuelan, promesas vacías, canciones, poesías, ni caricias. Amar es pensar en las personas que te importan, es extrañar a las que no están. Amar es eso y nada más. Gracias, hermano, por enseñármelo.

 

Te puede interesar...
Share This
Ir al contenido