Nos conocimos una tarde de verano. Nos presentó papá. Me sorprendió tu corpulencia.

Tenías mirada de niño con tus diecinueve años. Una mirada limpia, profunda. Te chispeaba el verde en las pupilas junto a la curiosidad y las ganas de aprender mi nombre.

Sonreías, siempre sonríes. Siempre repites la muletilla de «bien», «bien» para reafirmarte en que todo está en su sitio. Me la repetiste muchas veces aquella tarde. La repites durante todo el día y a veces si el sueño se te escapa te levantas para oír que te la decimos y vuelvas a la cama.

Me agarraste la mano y una corriente de ternura me sacudió el alma, me impregnó el pecho, llenó mi cabeza de preguntas… y de respuestas . Entendí la leyenda oriental del «hilo rojo»

Antes de ti yo no sabía. Tú me has enseñado a saber mirar, a conocer el significado de palabras nuevas: esterotípias, TEA, neurotípica, ecolalia… me has enseñado a ponerme las gafas con cristales azules e intentar ver el mundo como tú lo ves, como tú lo sientes en ese universo sensorial donde las piezas de tu puzle están destinadas a encajar con más o menos esfuerzo.

Muchas veces miro mi mundo de sonidos fuertes, de lenguajes contradictorios y me paro a entender ese mundo tuyo lleno de olores con sonidos, sabores de colores, imágenes que tienen un tacto propio … así, con la compleja sencillez de como miras tú. De otra manera.

Me has enseñado el significado exacto de la paciencia: contigo no hay prisas. Hay que esperar a que andes y desandes el camino, cierres varias veces la puerta, repitas la rutina de lo que haremos mañana una y otra vez, con tu manera de pronunciar precipitadamente. Que me recites cada comida diaria, cada trabajo diario que realizas en tu centro, el tiempo en la piscina, la rutina de los kayak en la playa, los colores de los televisores que atesoras en tu cuarto y te producen un efecto de atracción mágica. La paciencia que demuestras al esperar horas asomado a la ventana a que Carmen vuelva del trabajo, la hermosa Carmen, de la que andas enamorado y esperas durante un tiempo infinito para que te de un beso en la mejilla con el que tú puedas soñar en paz toda la noche.

Contigo aprendo día a día a solucionar conflictos. A veces tus demonios te gritan dentro, peleas con tu otro yo en un lenguaje inteligible, a veces lloras sin que papá y yo podamos hacer nada, otras te enfureces y arremetes contra fantasmas invisibles y gritas al vacío. Me viene a la memoria la frase del Principito «…es tan misterioso el País de las lágrimas»… Entonces te dejo ser y te dejo estar, te agarro la mano, te hablo suave y lentamente hasta que te calmas. Hasta que desaparezca ese prisma gris que te hace daño. Y me repito bajito bajito que es tu manera de canalizar la frustración.

Sé que ya no podría vivir sin tu risa, sin tus besos por la mañana repitiendo «buenos días» intentando vocalizar, sin tus abrazos de oso, sin nuestros paseos cogidos de la mano con papá.

Sin tu listas de menús recitados de cualquier restaurante donde vamos, sin tu música y tu manera de bailarla. Sin notar la forma como te acurrucas en el sofá para que te acaricie el pelo… Nuestra complicidad cuando vamos de «tapas», verte cerrar los armarios de la cocina y los cajones que yo siempre, siempre dejo abiertos…

«Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse sin importar tiempo, lugar o circunstancia. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper».

Ese hilo rojo nos mantenía unidos sin conocernos, primero me llevó hasta papá, luego me llevó hasta ti, desde entonces vamos enlazados.

Título: Enlazados

Autora: Alicia Morales

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