Hoy os presentamos el octavo relato de la «VI edición de Cuéntame el Autismo» que nos envía Gema López, desde Collado Villalba (Madrid)

“Andrés, tu hermano tiene un problema”, eso fue lo que me dijeron. En ese momento tenía trece años, y para un niño que empieza a ser hombre es una noticia difícil de asimilar.

Desde que tengo recuerdos había estado insistiendo a mis padres para que me dieran un hermanito con el que jugar, y después de nueve meses se cumplió mi deseo. Cuando vi a Juan por primera vez, confieso que me sentí decepcionado. Solo contaba con ocho primaveras, y no veía como esa bolita de carne llorona podría jugar a mi lado. Mis padres sonrieron y me dijeron que aún tenía que crecer un poco más…

Y esperamos.

Al principio era un bebé que según mis padres era bastante bueno (por lo visto, yo era mucho más llorón que él a su edad). Celebramos su primer cumpleaños llenos de ilusión y esperanza. Eso recuerdo.

Antes de cumplir su segundo año, mi hermanito ya sabía caminar. Prácticamente había pasado de gatear a correr y a todos nos alegró. Nos lo tomamos como una buena noticia y bromeábamos con que de mayor iba a ser un pequeño Usain Bolt.

Las cosas se complicaron cuando cumplió tres años…

Por más que mis padres le insistían a hablar, no decía ni una sola palabra.

Desde entonces, pasaron otros tres años… Y Juan siguió sin hablar. Nada de “Mamá”, “Papá” y mucho menos “Andrés”, nada. Mis padres trabajaban y yo estaba en sexto curso, a punto de empezar el instituto, de modo que tocó llevar a Juan a la guardería… Recuerdo un breve fragmento de la conversación entre los cuidadores y mis padres:

“No hace caso a nadie, tal vez sea sordo.”

¿Sordo? Imposible. Cuando escuchaba la música de sus dibujos animados, en seguida volteaba la cabeza. Toda la familia nos tomamos ese comentario como fruto de la incompetencia de esa gente. Pero mis padres cambiaron a mi hermano de guardería, luego entró al jardín de infancia, luego al colegio… Y ningún sitio era su lugar.

No hacía amigos, no le hacía caso a nadie. Al verlo tan callado el resto de niños le hacían el vacío o se metían con él, y esto es algo que descubrí yo al meter la cabeza entre los barrotes de la valla que separaba a los pequeños de nosotros, los grandes, en el colegio… Él no nos lo podía contar y las maestras y maestros no le aguantaban.

Todos tratamos de convencernos de que era un niño un poco diferente, algo revoltoso, ensimismado y tímido… Pero en el fondo sabíamos que había mucho más que eso. Y al final, tras muchas visitas a médicos, pediatras, logopedas y neurólogos, llegó la noticia.

Juan tenía autismo.

¿Qué leches era el autismo?

Me costó entender que mi hermano veía el mundo de manera diferente. Me fue difícil asimilar que no podría compartir mis juguetes con él, porque los rompía; que no podía hablar con él de videojuegos o de chicas, porque no me respondería; que no podíamos jugar en el parque, porque se podía perder… Que ya no iba a tener un hermanito con el que jugar.

Ese año solo recuerdo silencio.

Mis padres, siempre joviales y activos, en ese momento estaban como apagándose… Todos los días venían logopedas y terapeutas a mi casa, y dejé de traer amigos a jugar porque me aburrían con sus preguntas… Todo el dinero y toda la atención de mi familia fue a parar a Juan, pues mis padres solo seguían adelante por la esperanza de que algún día él pudiera valerse por sí mismo. Yo sabía que no era culpa suya, que no había elegido ser así, pero no pude evitar odiarle un poco en ese instante… Por toda la tristeza que había llegado a mi casa con él.

Me fui encerrando en mí mismo, me fui quedando solo. Lo único que me sacaba de mis preocupaciones eran mis cómics de superhéroes y la natación, mi deporte favorito y uno de los pocos en los que no necesitaba un equipo… Cada día, después de clase, me compraba un tebeo de Aquaman y luego entraba a la piscina.

Cuando estaba en el agua nada existía, solo mi cuerpo flotando, como si pudiera volar. Me volví bastante bueno y empecé a apuntarme a las competiciones. Me dolía muchísimo cuando ganaba y mis padres no estaban allí para felicitarme… No podían. Juan se pondría muy nervioso en las gradas oyendo a la gente chillar…

Un día, mi familia me dio una sorpresa. Después de una competición, cuando no quedaba casi nadie, aparecieron todos con el bañador y se metieron conmigo al agua. Nadie lo dijo, pero todos estábamos pendientes de Juan. Yo tenía miedo de que se pusiese a gritar, a patalear o a golpearse a sí mismo, como hacía cada vez que algo no le gustaba… Pero sorprendentemente estaba tranquilo.

Me hizo gracia verle con los manguitos flotando en el agua como una pompa. Y no sé por qué, tuve el impulso de cogerlo en brazos, algo que no hacía desde que era un bebé. Le coloqué a mis espaldas, le salpiqué, nadé con él… Y en un momento dado le miré a los ojos y le vi hacer algo que jamás le había visto hacer…

Sonreír.

Desde entonces, todos los días me iba a la piscina con él. Poco a poco no hicieron falta manguitos, con los años no hizo falta vigilancia de un adulto. Al principio me fue difícil entrenar a mi hermano, al muy cabezota le costaba hacer caso, pero con el tiempo el agua nos fue acercando y nos hizo recuperar el tiempo perdido. Cuando éramos adolescentes, Juan, por primera vez, me ganó en una carrera a nado. Entonces supe que había llegado el momento de alistarle también a competir.

Al principio mis padres tenían miedo de que una competición le pusiera nervioso, pero acabaron aceptando. El problema fue que cuando traté de alistarle a las mismas competiciones en las que yo estaba, todos le miraban con cara de… ¿miedo? ¿Desprecio?

Y en ese momento me hice mayor, y me di cuenta de la ignorancia de la gente. Me enteré de que apenas había piscinas adaptadas; de que si mi hermano tenía alguna pequeña crisis por los nervios en el gimnasio, todos se quedaban mirando y susurrando; de que todos le juzgaban sin tener ni idea, y al verle tan callado, llegaban a pensar que no tenía sentimientos. Las palabras que oí de pequeño cobraron otro significado… “Tu hermano tiene un problema”. Sí, mi hermano tiene un problema, pero ese problema no se llama TEA, se llama sociedad.

Hoy… observo con orgullo cómo colocan una medalla dorada en el cuello de Juan. Me acerco y le abrazo, aunque me moje y acabe oliendo a cloro. Le abrazo, no como el entrenador que le ha llevado a los Juegos Olímpicos, sino como su hermano.

Gema López Sánchez

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