Hoy os presentamos el relato número 13 enviado por María Ángeles Rueda desde Madrid, un relato sobre la relación entre un perro Labrador y un chico.

LA FELICIDAD EN TRES PASOS

El hombre gritó “¡Mira, hijo, ya está aquí!” y el muchacho, alto y flaco como esas plantas
endebles que crecen sólo hacia arriba en busca de un resquicio de luz, obedeció la orden; miró
hacia donde le indicaba su padre. Entonces se produjo el pequeño milagro esperado : los ojos
oscuros del muchacho, que hasta ese momento parecían fijos en un punto lejano entre las
hojas a contraluz del bosque, se iluminaron súbitamente y enfocaron la figura peluda del
Labrador, que se acercaba con un trotecillo alegre y confiado. Como en un juego de espejos
emocional, la sonrisa del perro se reflejó en el rostro del muchacho y la expresión de éste en la
del padre. Y el hombre pensó: “Aún habrá gente que diga que los perros no sonríen”.
Detrás del Labrador caminaba una mujer sosteniendo una correa en una mano. Los adultos
se acercaron, se saludaron brevemente y la mujer dio la bienvenida al muchacho, esta vez de
modo pausado y cordial, como si le anunciara el comienzo de una magnífica ceremonia. A
continuación, le entregó la correa mientras le recordaba con palabras suaves y precisas cómo
debía ponérsela al perro y cómo empezar a andar. El primer paso ya estaba dado: habían
aprendido a pasear juntos.
Luego vendría un sencillo juego con una pelota y, finalmente, la parte menos dirigida, la más
caótica y, precisamente por eso, la más locamente divertida para los dos: la parte de juego
libre.
El pequeño grupo marchaba por un sendero. La disciplina y la buena disposición del Labrador
se hacían patentes cada vez que el muchacho se detenía para coger un palo del suelo, o una
piedra, o una hoja interesante; el animal le esperaba inmóvil, sin muestra alguna de
nerviosismo, como si en su postura, sentado y de perfil, se condensara toda la paciencia que
cabía en su alma canina. A veces el chico se apartaba unos pasos de la senda para mirar atrás;
se diría que de repente había recordado algo o que intentaba divisar un objeto dejado en el
punto de partida, quizás un pensamiento. Parecía, pues, algo ensimismado e indeciso. A pesar
de todo, el Labrador volvía a aguardar mientras su mirada oscura y bondadosa decía “Bien, tú
sabrás. Tú mandas”. Y el muchacho sabía que no debía soltar la correa, pues, desde la primera
sesión de terapia tiempo atrás, ésa era la condición que la monitora había exigido para llegar al
ansiado tercer paso. Consciente de ello, el chico siempre volvía a centrar la atención en su
compañero después de cada parada.
El segundo paso, el de jugar con la pelota, requería algo más de concentración por parte de
los dos. El muchacho debía llamar al perro por su nombre, sujetar la pelota a la altura de su
hocico, dejar que la olisqueara un segundo, emitir la orden “ve a por la pelota” y esperar
quieto a que el animal la trajera entre los dientes y la depositara cuidadosamente a los pies del
chico como si se tratara de un presente. Memorizar esta secuencia llevó bastante tiempo, pero
el resultado fue sin duda gratificante para ambos amigos: el Labrador agradecía corretear un
poco sin la correa y el muchacho agradecía soltarla de su mano, a la vez que podía comprobar
la destreza de su brazo derecho lanzando un objeto, actividad que, solo unos meses antes, no
le habría resultado precisamente fácil. Pero, sobre todo, el chico disfrutaba al ver cómo el
perro regresaba una y otra vez, dócil, los flecos de color marfil de su cola ondeando al viento;
aquellas carreritas eran preludio de las que vendrían después. El muchacho lo sabía. Y sonreía.
Por fin, la mujer que había traído al Labrador lo llamó cariñosamente, recogió la pelota y
pronunció la frase mágica: ”¡A jugar!”. El muchacho salió corriendo, pero no a grandes
zancadas como permitían sus largas piernas, sino, a imitación del Labrador, en un trote
juguetón y saltarín mientras volvía la cabeza y le gritaba al perro “¡PILLA-PILLA!”. El animal lo
perseguía y ambos zigzagueaban por un prado como cachorros; corrían uno tras otro, casi se
alcanzaban, saltaban, giraban sobre sí mismos y las carcajadas del muchacho hacían vibrar las
hojas más altas en las copas de las hayas. Eran felices. Y el hombre, observándolos, lo era
también.

María Ángeles Rueda Prieto

 

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