Elena Mesa nos envía desde Madrid el relato número 33 de esta sexta edición de Cuéntame el Autismo con el título «Ocho, cuatro, seis, siete, dos… ¿bailamos?».

Justo en frente de la puerta de clase, allí estaba yo como cualquier otro miércoles perdida en mis pensamientos, aquellos que no me abandonaban desde hacía semanas, desde que me dijeron que tú vendrías a clase.

Traté de recordar sus palabras, cada una de las palabras que me dijo tu mamá, antes de abrir la puerta. Sin más, allí estaban todos, incluido tú, Ángel.

 

“¿cuatro?” me dijiste sin pestañear mientras mirabas mi camiseta, en la que había dibujada cuatro flores de colores.

 

Así comenzó mi obsesión por los números, los números de Ángel.

 

Su mamá trató de explicarme todo sobre él cuando decidió apuntarlo a mis clases de baile:

 

—Ana, aquel es mi hijo.Sí, el del pelo rubio y largo; le encanta tener el pelo largo… o más bien odia ir a cortarse el pelo.-Reía mientras lo señalaba desde lejos-. Ángel es un niño muy alegre y nervioso. Le encanta saltar y bailar, por eso quiero que esté en tus clases y aprenda junto a otros niños…

Continuó contándome cosas sobre ti, con tal nivel de detalle que no fue hasta dos semanas después, cuando entré por aquella puerta de clase, que comencé a entender por qué era tan importante todo aquello.

Tienes un hermoso pelo rizado y rubio que hace honor a tu nombre, unos ojos marrones enormes con los que examinas cada detalle al entrar en clase cada día y unas botas rojas preciosas, que aunque son para la lluvia, llevarías gustosamente cualquier día del año (si mamá finalmente te deja, claro).

Adoras jugar con los números: contar, sumar, restar… los ves en casi cualquier parte, creando así un mundo donde todo parece tener un orden lógico. Toc, toc, dos veces tocas la puerta y puedes entrar. Diez pasos hasta el ordenador para poner la música. Tres veces suena el tambor, pum pum pum, das tres vueltas al compás y coges mi mano para que te ayude a agarrar el peluche de tres colores, cuyo tacto aún no toleras muy bien.

Cuando te concentras mucho en algo comienzas a canturrear esa extraña melodía con una secuencia de números más extraña aún: “Ocho, cuatro, seis, siete, dos”. Nadie sabe de dónde sacaste ese orden ni esa melodía ¿y acaso importa? Te gusta y te relaja, eso sí importa.

Me levanté temprano aquella mañana, el día después de conocer a tu mamá, ¡cuánto me arrepiento de haber tenido miedo!

Retumbaron en mi cabeza aquellas palabras que no entendía y que me asustaron…”Trastorno del Espectro Autista”.

No sabía muy bien que era eso, tan solo algunas creencias falsas que oí no se ni dónde, y me pregunté si sería capaz de enseñarte en clase. Así que me desperté esa mañana con la plena convicción de que aprendería todo lo necesario para poder bailar contigo.

Ahora ya han pasado seis meses y bailar es lo primero que hacemos al vernos en el pasillo. Luego viene nuestro choque de manos especial y corriendo vamos al aula a poner la música.

Al finalizar nuestra clase salgo del cole pensando cuantos prejuicios y falsas creencias existen aún sobre los niños como tú. Bajo las escaleras con paso fuerte. “¡No es justo! ¡Cuánta ignorancia!” pienso enfadada.

Subo la calle recordando aquella mañana en la que me acerqué a la asociación de autismo que tenía más cerca de casa. Me sentía tan ridícula al llegar y no saber muy bien por donde comenzar a preguntar…

Al doblar la esquina me detengo ante el parque donde se divierte un grupo de niños de tu edad, y me entristezco pensando en tus dificultades para relacionarte y como a veces te resulta tan complicado entender las reglas de un sencillo juego.

Continuo calle abajo recordando las palabras de la psicóloga de la asociación…tienes dificultades con la comunicación y la imaginación. Me dijo que existen múltiples métodos para trabajar y desarrollar esto, los pictogramas son uno de ellos. Son esos dibujos que traes en tu carpeta cada tarde y que me ayudan a comprenderte mejor y sobre todo a que tú te hagas entender, porque tienes voz, porque la voz no siempre es un sonido ¿verdad?

Finalmente entro en el metro convencida de que ya sabes multiplicar a pesar de tu edad, porque aunque aparentemente todas estas alteraciones resten a tu vida diaria, tú sabes la manera de aumentar tus fortalezas y cualidades, más y más, multiplicando por mil todo aquello que te hace único y maravilloso.

Al miércoles siguiente recorro el camino inverso. Salgo del metro y subo la calle pensando en tu cancioncilla, esa que según tu mamá inventaste hace muchos años y que no has dejado de cantar cada día “ocho, cuatro, seis, siete, dos”.

 

Para mí, ocho son las vueltas que te gustan dar al comienzo de tu canción favorita.

 

Me apresuro, acelero el paso y rápidamente doblo la esquina que me deja ver el parque con sus coloridos cuatro columpios, en los que te gusta subirte tras salir de nuestra clase.

Bajo la calle con paso ligero, feliz de que son casi las seis de la tarde, y que está a punto de comenzar otra clase más en la que estoy segura de que yo aprenderé mucho más que tú de los pequeños detalles que tanto importan.

Siete son los escalones que subo para entrar en el cole, y siete los dibujos de animales que decoran nuestra clase y que observas detenidamente cada día.

 

Entro en clase y veo tus dos botitas rojas, que inquietas esperan que comience la música.

 

Ocho, cuatro, seis, siete, dos… ¿bailamos?

Elena Mesa

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