Hablar del autismo de mi hijo no me ha resultado fácil. Han sido años y años intentando superarlo, intentando cambiarle, queriendo que fuera normal, marcándome unas metas imposibles de lograr. Pero los años te van marcando y vas aceptándole poco a poco como es, y queriéndolo más por lo que es, y sorprendiéndote de sus logros, y cuando crees que no puedes más, ahí está él con su sonrisa.
Y si alguien me pregunta qué es vivir con el autismo, lo pienso y escribo: Que ante todo, creo, no viven en otro mundo, que vivimos el mismo mundo, que están a nuestro lado, y que necesitan de nuestro ánimo, nuestras sonrisas, nuestro buen hacer. Que no nos tengan lástima los demás, que no somos infelices por tener a un hijo discapacitado, que somos mejores gracias a ellos, que vemos las cosas con una luz diferente, que valoramos las cosas importantes, que un beso espontáneo de ellos es como conseguir el mejor contrato del mundo, que cuando mi hijo dice que me quiere, aunque sea una frase que ha aprendido, se me llena el corazón de vida, que no importa que no lleguen a ser arquitectos, periodistas, dibujantes, médicos… lo que nos importa de veras es saber que van a estar bien cuando no estemos. QUE SEAN FELICES Y ACEPTADOS. Porque mi hijo necesita de mí, porque yo sé como arroparle por las noches, qué cuentos le gustan, dónde llevarle los fines de semana. Y cuando yo me vaya, sé que mi hija “normal” madurará y conducirá un coche y formará una familia y tendrá amigos con los que divertirse, coleccionará libros y no será una niña consumida y desesperada a la que le han dicho que su madre no volverá.
Pero mi hijo, Enrique, mi hijo no madura, porque es autista, cuando yo muera, no será un adulto todavía, no conducirá un coche, ni formará una familia, seguirá siendo un niño que no entiende por qué su madre ya no está ahí, qué le pasó, quién se la llevó. No se trata de una remota posibilidad de que se convierta en un niño con el corazón destrozado, sino de un hecho inevitable, porque no vivimos para siempre.
Pero, lo que verdaderamente nos entristece, son las miradas de ciertas personas, son éstas las que SÍ QUE NOS HIEREN.
Tengo claro que somos así gracias a ellos, que somos especiales gracias a ellos, que nos levantamos cada día con una sonrisa gracias a ellos, que volveríamos a pasar por todo, y que estamos dispuestos siempre a luchar, a caer y a volvernos a levantar, por ellos, porque necesitan que estemos al cien por cien, SIEMPRE, y que al menos merecen por parte de esta sociedad que no los miren con desprecio, ni con pena, sino que los miren y les SONRÍAN, porque sólo ellos saben apreciar una sonrisa de corazón.
Nadie que no haya pasado por esto sabrá lo que significa que te digan que tu hijo es autista, que es un chico diferente.
Sí, digo yo, diferente, pero no disminuido, diferente para amar, diferente para pensar, diferente para no tener ningún resentimiento en su corazón. Él no tiene autonomía, pero me ha enseñado más que lo que hubiese aprendido en una universidad. Me ha enseñado a AMAR. Pero con el amor más grande que existe, y sí me ha cambiado la vida, pero no sería quien soy si no lo hubiese conocido a él, si no formara parte de mi vida.
Y decirles que nunca llegará la conformidad de tener un hijo así, que seguimos esperando un milagro, que cada día que amanece pienso que ese milagro llegará y que cuando mi hijo despierte, despertará para ser un hijo sano, normal, bueno, generoso, que habrá alguien que descubra la vacuna contra el autismo, algún día…y mientras ese milagro llega seguiremos estando a su lado, porque él lo merece, porque es mi REGALO, y es el regalo que recibí y que debo cuidar, y sobretodo AMAR, con mayúsculas.