El sol nos hacía cerrar levemente los ojos y nos impedía ver claramente nuestro horizonte. Casi sin notarse, bajabas la ventanilla para que entrara la brisa fresca de la mañana por esa pequeña rendija. Me miraste y me dijiste:
“El tren sale a las 9,40 horas. Recuerda a las 9,40 horas, a las 9,40 horas”.
Nuestro destino, aquella estación de tren que te había visto crecer, aquella a la que habíamos acudido tantas veces y que aparecía en infinidad de fotografías. Te gustaba sentarte siempre en el mismo banco, el mismo día y a la misma hora. Allí, permanecíamos sentados el tiempo suficiente para que vieras pasar el tren con destino a …, o simplemente el panel luminoso que indicaba las llegadas y salidas de los ferrocarriles.
Te recordaba, ¡Qué pequeño! Aquel niño rubio sentado que observaba toda la estación. Y en la mano, un plano de horarios de trenes. Sentías alegría.
Continuaba conduciendo y permanecías ensimismado con esa guía de viajes que tenías en las manos y comentando una y otra vez,
– “¿Seré profesor de inglés? Cuando tenga 30 años tendré una familia con hijos”.
Callé y, sin responderte, continué conduciendo. Mis pensamientos, seguro que se solapan con los tuyos. Barruntabas, igual que yo, que el camino iba a seguir siendo difícil.
– “Parece que esta vez no hemos encontrado tráfico y será más fácil llegar”
Un semáforo rojo detuvo nuestra marcha y volvió a mi memoria, aquel día feliz, la graduación de primaria. Al acabar la fiesta, querías ir a sentarte a aquella estación. Tu rostro hacía presagiar que las cosas, a partir de ese momento, iban a ser diferentes. Tanto esfuerzo y, a pesar de todo, ibas a tener que marcharte de tu colegio, dejar a todos tus compañeros, decirles “adiós”. “¿Algún día lograrás tener amigos de verdad?”,” ¿por qué tantos cambios de centro?”
Ese niño casi ya adolescente sentado en el mismo banco de la estación debía marcharse a otra. Diferente, distinta, desconocida, inquietante. Un cambio, ¡miedo!
Dejé de recordar, el semáforo estaba ya en verde y continuamos nuestro camino. Tras unos minutos volvimos a detenernos. Un camión parado en la calzada. Estaban descargando.
– “No vamos a llegar a tiempo”, me dijiste. – “Tienes razón, buscaremos una alternativa” te miré y sonreí. – “El tren sale a las 9,40 horas. A las 9,40 horas. A las 9,40 h. destino Valencia. Llegada a las 11,24 h. Tarda 1h 44 minutos”.
Estabas poniéndote nervioso y pensé: “De nuevo las ecolalias. ¡Vaya!”
Puse el intermitente a la derecha y decidí continuar por un atajo que nos llevara a la estación a tiempo. Estabas serio, nervioso, triste, apenado y con tu guía de viajes en inglés en la mano.
Y nuevamente, parados en un semáforo, volvieron los recuerdos de la estación.
Un adolescente sentado, en el mismo banco, callaba. Cabizbajo y apenado, me miraste y dijiste: ¿Por qué en mi clase no me entienden? ¿por qué ha desaparecido mi trabajo de inglés? ¡No me entienden!” Llorabas, sentías tristeza.
Al ver la luz verde del semáforo reemprendimos la marcha. El cambiar de ruta había sido buena idea, llegaríamos a tiempo a la estación. Unos segundos más tarde, otro obstáculo.
– ¡Vaya, ahora una furgoneta parada en la calzada!, volví a mirarte.
No llegaríamos a tiempo, demasiados coches detenidos. Me miraste y me repetiste:
– “No vamos a llegar a tiempo. El tren sale a Valencia, a las 9,40 horas. Recuerda, a las 9,40 horas, las 9, 40 horas. Faltan 32 minutos y 9 segundos, 32 minutos y 7 segundos”.
Me mostraste tu reloj. Sabíamos que está vez no íbamos a llegar y que el tren iba a partir sin ti. Teníamos tres calles aún por recorrer para llegar a nuestro destino.
Parados, volvieron los recuerdos.
Un chico de 17 años sentado en el banco de la estación. Mirando al infinito sin decir nada, y en su interior, con una precisión casi perfecta calculando el tiempo que tardan en llegar todos los trenes. Solo, callado e indignado cree haber perdido su último tren. ¡Siente ira!
Unos minutos más tarde, pudimos retomar el camino. No llegaríamos a tiempo y callábamos mientras continuábamos nuestra ruta.
Al fin, la estación. Iniciamos una carrera desenfrenada hasta el andén. Sin mediar palabra y casi sin mirarnos, cogiste tu maleta agarrándola fuertemente para que no se escapara y llevando tu mochila a la espalda, tratábamos de llegar al control de equipajes. ¡Quizá el tren no había partido! El altavoz de la estación sonó.
– “Aviso a los pasajeros. El tren con destino a Valencia de las 9,40 horas, acaba de efectuar su salida”.
Un chico de 21 años, llorando sentado en un andén de la estación y un tren perdido. ¡Siente ira, tristeza y miedo! El tren de las 9, 40 h ha partido. ¡Son las 9,45 horas, las 9,45 horas…!
Cogí mi bolso. Mi móvil estaba sonando. Miré quién llamaba y sonreí.
Me miraste y, con una leve sonrisa, secándote las lágrimas, me dijiste:
– “A pesar de haber perdido ese tren podré coger el siguiente” ¡Siente alegría!
Han pasado algunos años desde que ese niño rubio se sentaba en la estación cogiendo fuertemente su pequeño “gran tesoro” y ese chico de 21 años perdiera el tren de las 9,40 horas. El viejo reloj sigue marcando los minutos y los segundos con la precisión que le caracterizaba. El andén, quizá, no muestra el mismo brillo de antaño, porque lo han recorrido demasiados viajeros. La piedra del asiento del anden ha sido sustituida por unos asientos de diseño. Pasajeros que se dirigen al mostrador de información de la estación y allí, tras los cristales, un hombre con una mirada sincera y limpia contesta a unos pasajeros que se acercan a él:
“Good morning. Can I help you? What can I do for you today?”
Aquel hombre que, un día, fue ese niño rubio sentado en el banco del andén de la estación…
Título: “Por no coger ese tren”
Autora: Francisca Rivera
Buen relato. Siempre abra una esperanza, un nuevo tren, un nuevo mañana, y un nuevo día con el amanecer, eso me dio a entender al final de su cuento.