Cuenta la leyenda que cuando los dragones gobernaban el mundo conocido hubo una vez una emblemática reina la cual un día fue mamá.   Hablan de que jamás existió más hermoso dragón, sus escamas brillaban como el mismo sol, sus versátiles alas no tenían parangón y su cola le otorgaba una majestuosidad que le auguraba una vida llena de gloria.

Muy pronto ella comenzó a observar en el comportamiento de su vástago conductas inusuales para un dragón de su edad.  Él iba de aquí para allá constantemente, volaba en círculos, no le devolvía la mirada y no obedecía a su nombre.  Ella no tenía dudas, la mente de su hijo no iba al son de su radiante cuerpo.  En la corte apenas veían esa diferencia pues su beldad camuflaba cualquier minúscula sombra de discapacidad.

Pero el implacable tiempo se abrió paso y la hora de expulsar fuego llegó, como todo dragón debe hacer.   Pero este serafín no iba a deleitar con ese propósito.  Su apenada mamá de cueva en cueva lo llevó, sedienta de respuestas y en busca de la sabiduría de los ancianos acudió, pero nadie ni nada la contentó.  Ninguno puso remedio a tan enigmático misterio.

Aquella madre envenenada por la realidad no supo más que soltar un bramido tan terrible, tan espantoso que tras él se apoderó el silencio del reino.  Durante un intenso y breve lapso de tiempo, todo quedó paralizado, para a continuación retumbar el suelo.  Su ira provocó un terremoto de tal magnitud que cuentan quedo marcado como un legado en la memoria indeleble de la naturaleza animal.  Tal vez sea por eso y en honor a esa mama que los animales son los primeros en atisbar un cataclismo el cual es precedido por una calma inusual.

Entonces y viendo la impotencia ofrecida por sus dominios, renunció a su trono y desplegó sus alas junto a él.  Ambos emprendieron un largo camino hacia Tir na Nog, la tierra de la esperanza, la tierra de la comprensión.  Allí le explicaron y ella entendió el autismo como imperecedera condición de su ´especial´ hijo.

      En honor a la sangre que recorre su cuerpo, familiarmente llamé a mi hijo «mi dragoncito».  Aún me pregunto como no supe ver este prisma antes de su llegada, pues su cara de ángel me transportó a esa tierra donde florece la diversidad y en la cual viviré eternamente junto a él.

Te puede interesar...
Share This
Ir al contenido