Nuevo relato que nos llega para la IX edición de Cuéntame el Autismo, en esta ocasión, narrado desde el punto de vista de tres profesoras… No os lo perdáis.
Aquella semana fueron desapareciendo; sin despedirse, sin avisar, sin un último abrazo de esos que solo ellos saben dar. El lunes uno, el martes otro, el miércoles dos más…, así hasta llegar al viernes 13.
Ese día de marzo la clase estaba medio vacía. Tres profesoras desconcertadas, entre asustadas y tristes, intentaban cantar las canciones de la asamblea, además de hacer que los dos alumnos de la Unidad Específica de Comunicación y Lenguaje que quedaban se sintieran cómodos y alegres, sin sospechar que sus compañeros desaparecidos no estaban enfermos, sino que ya no volverían a verlos hasta el curso siguiente porque estaban encerrados en sus casas.
Las noticias en los diferentes medios no habían sido claras, pero lo suficientemente alarmantes como para que la gente con suerte de poder hacerlo se encerrara en sus casas, miedosa de un virus cuya propagación parecía imparable.
La mañana de ese viernes 13 de marzo, Alia, Teresa y Berta, quienes cantaban a primera hora, fueron apagando sus voces al ir escuchando rumores de un posible confinamiento para todo el mundo. Ya no sabían cómo esconder sus preocupaciones ante los dos pequeños que todavía quedaban en el colegio; ellos se dieron cuenta. Sí, se dieron cuenta a pesar de su TEA, o más bien gracias a él. El resto del día fueron ellos los que mimaron y cuidaron a sus tres profes intranquilas. Les regalaron una mañana sin sobresaltos, llena
de juegos, abrazos y bailes.
Después de comer, las tres se quedaron solas en su clase. Ya no se escuchaba el griterío de criaturas en todo el centro. El silencio se había ido haciendo un hueco cada vez más y más grande en el aula desde que los niños y niñas empezaron a desaparecer ese primer día de esa extraña semana. Durante aquella última hora de trabajo en el colegio la calma ya era absoluta, pero la tensión generada por las miradas confundidas entre docentes aumentaba el ruido en el interior de sus mentes. Tras una excesivamente larga reunión de una hora que, casualmente, ponía un punto final a ese segundo trimestre y, sin saberlo entonces, a todo el curso presencial, Alia, Teresa y Berta se despidieron con un hasta luego, sintiendo en realidad un adiós.
Así empezó todo. Un encierro demasiado duradero. Un encierro para librarse de un contagio seguro de un virus redondo con patas. Un encierro que provocó en las profesoras de esa clase de escolares con TEA una continua preocupación por sus alumnos, en lugar de disfrutar de su trabajo diario con ellos. Y les dijeron que debían teletrabajar. TELETRABAJAR. Te – le – tra – ba – jar. TeLeTrAbAjAr. No había manera de entenderlo.
–¿Cómo vamos a hacer esto? –pensó y redactó Alia en un WhatsApp a Teresa y Berta.
–Ni idea. Yo no sé enseñar a nuestros bombones sin ver sus sonrisas, sin sentir sus esfuerzos por mejorar, por comunicarse… ¡Me siento perdida! –escribió Teresa con lágrimas en los ojos.
–Chicas, no desesperemos. ¿Qué necesitan nuestra PELUSITA, nuestro TERREMOTO, nuestro BESOS SILENCIOSOS, nuestra PRINCESA, nuestro ¡ABRAZO!, nuestro JEFE, nuestro AMOR y nuestro CONDUCTOR? ¿Y sus familias? –envió Berta recordando el maravilloso carácter de cada uno.
–Tienes razón. Eso es lo importante ahora. Nos necesitan a nosotras y nos necesitan fuertes – contestó Alia.
Tras esa conversación, se pusieron manos a la obra para, a través de sus ordenadores, ofrecer todos los recursos que las familias podrían necesitar; para continuar con esa gran labor de ayudar a niños con autismo a entender ¿por qué se les ha privado de la posibilidad de seguir con sus rutinas tan necesarias?; ¿por qué se les ha privado de disfrutar de tantos elementos voladores, los cuales dibujan estelas imposibles en la calle cuando hace viento?; ¿por qué se les ha privado de subir, bajar, correr y saltar?; ¿por qué se les ha privado de deslumbrarse con los jerséis de texturas y brillos alucinantes de otros chiquillos?; ¿por qué ya no pueden ver a sus tres alocadas profes quienes les dan vida y nuevos aprendizajes en su colegio?
Alia, Teresa y Berta empezaron esa primera semana de confinamiento con muchas ganas de poder ayudar a los padres y madres a trabajar con sus hijos; a conciliar de la mejor manera posible sus propios trabajos con la atención 24 horas a sus pequeños que, aunque estrellas brillantes, en ocasiones se convertían en meteoritos sin control. Sin embargo, el camino empezó a ser duro cuando se dieron cuenta de que muchas situaciones escapaban a sus posibilidades de ayuda en la distancia. TE – LE – TRA – BA – JO.
–Esto no funciona –pensó Alia, pero no lo tecleó en su teléfono móvil. Siguió pensando…– ¡Lo tengo!
–Esto sí lo escribió.
–¿Qué tienes? –Apareció por duplicado en el WhatsApp de Alia. Sus compañeras no entendían nada.
–Necesitamos verles y ellos a nosotras. Vamos a pedirles que se asomen todos los días a las ocho de la tarde a sus ventanas, que lancen un puñado de purpurina hacia fuera y luego miren hacia el cielo. Es un truco de magia antiguo de mi abuela.
Berta y Teresa pensaron que el encierro la había trastornado, pero les pareció divertido. Esa tarde, entre resonantes aplausos desde todos los balcones y ventanas dirigidos a los fantásticos profesionales sanitarios que luchaban contra ese virus redondo con patas, lo hicieron… ¡Sí! Lo habían conseguido, sus bombones habían hecho magia.
Así fue como, desde sus ventanas, Alia, Teresa y Berta miraban hacia el cielo todas las tardes a las ocho horas y no, nunca fallaban. Ya fuera de día, de noche, lloviera, hubiera niebla, viento o nubes, allí estaban esas ocho estrellas brillando con gran intensidad. Aparecieron a las ocho de todas las tardes de todos los meses de aquel inesperado encierro. Y esos astros tenían nombre, un nombre que solo tres maestras y ocho magos conocían: PELUSITA, TERREMOTO, BESOS SILENCIOSOS, PRINCESA, ¡ABRAZO!, JEFE, AMOR y CONDUCTOR.
Ariadna Aurell
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