Era un bonito día del mes de octubre cuando recibí una llamada del colegio de la profesora de mí chiquitín Nicolás, de veintidós meses, proponiéndome una reunión para hablar de cómo iba el niño en esos dos primeros meses en el aula.
Llegó la hora y me dirigí al colegio pensando que me iba a hablar maravillas de mi hijo, el niño más risueño del mundo.
Después del típico saludo y presentaciones, supe que ella era la psicóloga del centro y suspiré presintiendo que algo no iba bien. Tras cuarenta minutos de charla, me topé con un escenario que jamás hubiera imaginado. Me invadió una sensación de miedo como nunca había sentido y que permanece aún en forma de nudo en el pecho que, según el día, se destensa ó se tensa tan fuerte que a veces creo que no voy a poder respirar.
Me dio un escrito para que se lo diera a la pediatra, sospechaba de algún tipo de trastorno y mencionaba la palabra AUTISMO. Salí del colegio en una nube, tenía todas las palabras dando vueltas en mi cabeza y no entendía nada, no podía ser, no sabía bien que era el autismo pero no podía ser, Nicolás no era autista, tenía la imagen de la película Raiman en la memoria y Nicolás no era Raiman. No. Repasé rápidamente cómo era mi niño, mi niño no se balanceaba ensimismado en su mundo, mi niño no rehuía mi mirada, mi niño no rechazaba mis abrazos ni mis besos. No.
Pero sí, las cosas que me había dicho la psicóloga eran ciertas, mi niño no hablaba, era muy inquieto, pasaba de una actividad a otra continuamente, no le gustaba ningún juguete ni jugar a nada, no hacía caso a los otros niños, era muy torpe…
Una parte de mí empezó a entender que había algún problema, en el colegio tenían más experiencia que yo y tenía que estar preparada para lo que fuera. Pero otra parte de mí se decía que quizá fuera cierto aquel dicho de “el bosque no deja ver los árboles”, y que todos aquellos problemas que me había enumerado la psicóloga, por separado pudieran tener diferentes causas y soluciones individuales.
El cerebro me bullía y empezaba a hacerme pequeña, muy pequeña, y sentía que todo me venía grande, muy grande.
A partir de ese día cambió mi vida por completo, mis prioridades, mi forma de pensar, mi idea de la felicidad, mis sueños, mis ilusiones y mi relación de pareja, familia, y amistades. Y sin darme cuenta, cambié tanto que era como si fuera otra persona.
Al cabo de unos años de esforzado trabajo de mi hijo, de los profesionales que nos ayudaron y de la familia al completo, cuando todo parecía empezar a estar controlado y me había levantado tras el primer mazazo recibido, es cuando curiosamente me invadió la nostalgia por haber perdido la vida “normal” que había imaginado de niña, y tuve que poner la otra mejilla para recibir el nuevo golpe.
Ese momento de irreal nostalgia y cierto egoísmo, también pasó y me dejó un importante recordatorio de que además de madre de un hijo autista, era otras muchas cosas más y la misma persona que fui, soy y seré.
El autismo también me ha enseñado a dejar de ser políticamente correcta, y a saber decir NO. Ya no paso vergüenza porque mi hijo monte un lío descomunal en cualquier sitio, se acabó ir por la vida pidiendo disculpas. Puedo decir sin sentirme mal que me saca de quicio que me digan – Un hijo así es un regalo y eres muy afortunada -. Claro que esta vivencia te enseña muchas cosas, te hace menos egoísta, vas ganando batallas, hay satisfacciones inmensas, y con menos eres más feliz que el resto; pero sobra lo de “un hijo así”, un hijo es un regalo, y mi hijo es mi regalo, independientemente de que sea así ó “asao”.
Para reconfortarnos a las familias es suficiente con olvidarse de las palabras, que suenan tan huecas como le suenan a mi hijo, y regalarnos una mirada de afecto. Y es además tremendamente injusto para las familias que acaban de recibir la noticia, encontrarse con personas que le quitan importancia al asunto sin saber absolutamente nada de lo que es el autismo y dicen cosas como ésa de que es un regalo y eres afortunada…
Después de 6 años y todo lo vivido, el autismo para mí es la mayor montaña rusa del mundo, llena de momentos de felicidad inmensa y momentos de una tristeza infinita, y en la que cuanto más tiempo llevas subida, mejor preparada estás para reconocer cuando llega una bajada ó una subida, y eres capaz de disfrutar y/ó resistir las intensas emociones que te tocan vivir.
Pilar Larrínaga