Me gusta mirar al fondo de los ojos.

Los ojos me descubren el interior de las personas.

La mirada no la puede sofisticar ni modificar la cirugía estética, la mirada se transforma y cambia con el  paso de los años, como si en ella estuviesen escritas las vivencias, porque en el fondo de los ojos hay un lago bello y profundo donde nadan los sentimientos, que emergen dibujados en la cambiante paleta del iris.

Tus ojos, hijo mío, eran tan bellos, que cuando naciste el marco que formaban sus pestañas estaban arrugadas por su propia largura, su paleta de color verde era como un inmenso y relajante lago en el que me sumergía encantada. Tus ojos expresaban tanto, pero expresaban algo tan diferente… sus chispas, su brillo… y tú me seguías  a cuatro patas por toda la casa, por eso te apodé cariñosamente gato goloso.

Yo me miraba en el espejo de tus ojos y tú me respondías complacido, pero  poco a poco tus ojos  esquivaron mi mirada, poco a poco dejaste de mirarme, tu mirada se fue trasformando, y aunque tus ojos seguían siendo preciosos me mostraban algo que yo desconocía hasta entonces, tus ojos comenzaron a mirar diferente.

Y dejaste de hablar y de mirar, corrías de una parte a otra y te movías sin prisa pero sin pausa, hacías cosas extrañas moviendo tus manos delante de tus ojos, buscabas plumas para olisquearlas y cantabas canciones sin letra, no seguías los  cánones  de la educación, parecía como si no escucharas nuestras instrucciones. Pero en medio de este caos seguían, inmensos y preciosos, tus ojos verdes y diferentes, pues no sabían mirarme, que miraban luces, colores, pantallas y libros, pero que no buscaban la mirada de los demás.

Me explicaron que algo extraño pasaba, y en el paquete venía incluido el no mirar a los ojos, que en tu pobre comunicación faltaba el contacto ocular y que había que buscarlo. Empeñada en mejorar tu comunicación, todos los días te mostraba las cartas de Palau y repetía los nombres de los dibujos y te pedía: “Hijo, mírame a los ojos…”. Sólo en ocasiones conseguía pequeñas ráfagas de contacto ocular, que me gratificaban porque eran como restos y recuerdo de aquel mirar de gato goloso que no habías perdido del todo.

Tu infancia fue una caja de sorpresas, en la que las carencias fueron llenándose de contenido; comenzaste a hablar con frases aprendidas, aprendiste a leer solo, escribías en los libros (toda una enciclopedia del arte que aún conservo es testigo de tu afán desmedido por escribir), en la escuela progresabas a pesar de gustarte pasar solo la mayor parte del tiempo. Contigo aprendimos las banderas de todos los países, las capitales de los nuevos estados que yo desconocía, intenté entender tus laberintos interminables y te acompañamos en tu diferente forma de ser y de estar, sin que nos mirases, pero sin dejar de vernos. “Hijo, ¡mírame a los ojos!”, y una ráfaga de mirada se posaba en mí unas milésimas de segundo.

¿Dónde miras, hijo? ¿Por qué parece que miras dentro de tí? Hijo, mírame a los ojos, ¡mírame a los ojos!… Por favor, mírame a los ojos, mírame, quiero entrar dentro de ti, quiero entrar en tus ojos y recomponer tu mirada.

La adolescencia pobló generosamente tus cejas hasta unirlas en una sola ceja, como si quisiera formar un marco para centrar tu especial mirada, como si quisiera proteger de los demás tu forma de mirar.  Porque tú y yo no veíamos las mismas cosas, en la calle tu captabas detalles que yo no veía, solías decirme cuántos rótulos tenía la calle, cuántas farolas… cuántas luces, cuántas bicis, mientras que yo saludaba y miraba a las personas. Fui consciente de que tenías una forma diferente de percibir y de mirar. Por entonces  comenzaste a dibujar simetrías, muchas simetrías, diferentes, en colores, con bolígrafo, todos tus cuadernos de tareas escolares están  llenos de simetrías. Este hecho me hizo pensar si te sentirías dentro de un caleidoscopio y verías estas simetrías, colores, cosas, objetos, estructuras, y aunque no llegaste a decirme por qué tu visión era así, sí llegaste a explicarme con tus palabras tu forma diferente de ver, extraña forma de ver los objetos y mil detalles sin ver a las personas.

Dejé de pedirte “Hijo, mírame a los ojos”, me disgustaba hablar contigo sin tener contacto ocular y busqué técnicas para ayudarte a mantener la mirada sin confundirte. “Hijo, cuando hablo contigo mírame a la frente” o “si lo prefieres mírame a la boca…” o “si lo prefieres no me mires”. Aunque a veces te hablé de espaldas para que me entendieras mejor, tú de vez en cuando seguías regalándome una ráfaga de tu mirada de gato goloso.

El tiempo ha pasado y hemos aprendido a comunicarnos  sin que nos mires a los ojos, pero curiosamente tus ojos verdes, profundos, golosos, cada vez nos miran más ¿Por qué? ¿Porque tú quieres? ¿Por qué te gusta agradarnos?

Mirando tus ojos hemos aprendido tantas cosas, hemos  aprendido a mirar a lo profundo y lo importante de cada persona, a comunicarnos sólo con palabras, a comunicarnos sobre todas las cosas con una mirada diferente.

Hijo, ya tienes 23 años y ahora son otros los problemas que nos preocupan: tu vida laboral, tu soledad… tu futuro. Pero reflexionando sobre tu mirada concluyo que miraremos ambos hacia el futuro con esperanza… Con la esperanza que emana del verde de tus inmensos ojos de gato goloso.

 

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