Era un sábado por la mañana cualquiera del mes de marzo. Hacía un día estupendo, así que mis hijos mayores salieron al jardín a jugar. El sol brillaba con intensidad, oía sus risas mientras corrían y jugaban con la pelota.
Sara tenía apenas un año y medio, y no caminaba. Estaba sentada en su rincón favorito del salón con todas las piezas del Lego a su alrededor. Tomaba una pieza del montón de su derecha, la giraba, la mordía, la volvía a girar… y la dejaba en un montón a su izquierda. Era uno de sus rituales favoritos.
Parecía que todo estaba controlado y tranquilo, así que pensé en aprovechar para ponerme al día de algunos temas pendientes. Mi hija asistía a terapia en el centro de desarrollo infantil y atención precoz, y llevaban unos meses buscando una guardería que se adecuara a sus necesidades especiales. Después de mucho hablar y gestionar, habían conseguido una plaza para ella, aunque fuera de plazo… y era necesario hacer todo el papeleo para matricularla. El lunes siguiente debía llevar los papeles firmados, así que los cogí j unto con un bolígrafo, y me senté en la mesa del comedor a rellenarlos, cómo tantas veces había hecho con otras tantas matrículas para mis hijos mayores.
Empecé con el nombre, dirección, y todos esos datos habituales. Cuando ya parecía que no quedaba nada por rellenar, llegué a una casilla en la que especificaba: “Si el niño/a tiene necesidades educativas especiales, marque esta casilla”. Quizá no decía exactamente eso, pero la casilla existía y tenía ese fin.
Lo leí la primera vez, y algo extraño me pasó. Me quedé bloqueada. No podía marcarla. Lo volví a leer… y todo empezó a cambiar. De repente, el tiempo se paró, dejé de oír a mis hijos en el jardín, dejé de ver a Sara y sus legos, y el sol se oscureció.
Sólo podía ver aquella casilla y las palabras “Necesidades Educativas Especiales”. Yo era perfectamente consciente de que mi hija era diferente al resto de los niños. Sabía que tenía un trastorno y lo que ello significaba. Pensaba que ya había pasado por el duelo y la aceptación, y que a partir de entones, todo el camino sería recto, sin recodos ni cuestas inesperadas.
Y esas palabras seguían allí, bloqueándome y hundiéndome poquito a poco. Pese a ser perfectamente consciente de la situación de Sara, el hecho de marcar esa casilla me parecía de alguna manera, como “oficializar” su problema. Era como gritarlo ante la sociedad: mi hija está enferma. Ya no había marcha atrás. Sara se incorporaba al sistema educativo, a la sociedad, con un handicap. Y su madre no estaba preparada para dar ese paso definitivo. Miré a mi princesita; para mí era un ángel sin alas… pero esa casilla significaba que nunca podría tener esas alas por sí misma, que tendríamos que construírselas entre todos, y la magnitud de la empresa me abrumaba.
Tras un largo rato de mirar el papel, decidí posponer la decisión. Lo guardé en su sitio, e intenté distraerme con otras cosas. Pensé en comentárselo a mi marido, pero tampoco me vi con ánimos de seguir dándole vueltas al tema, así que lo aparqué de momento. Pero el lunes siguiente tenía que presentar los papeles, así que no tenía mucho tiempo para pensármelo…
Pasé todo aquel fin de semana buscando sinónimos a esas palabras “Necesidades Educativas Especiales”, diciéndome que lo importante era que Sara tuviera una plaza en una buena guardería. Intenté convencerme de que le estaba dando una importancia que no tenía, pero todo fue inútil.
Firmar aquel papel reabrió todas las heridas que ya creía cerradas, y además por sorpresa, en una preciosa mañana de marzo.
Los duelos son largos pero necesarios. A veces, para soportar el dolor, nos engañamos y pensamos que hemos avanzado, pero aparece una pequeña tontería y nos hace volver al punto de partida como si el tiempo no hubiera pasado.
No sé cuándo se acabará mi duelo. Sólo sé que tengo que estar preparada para aceptarlo la próxima vez que me pille desprevenida.
Mi ángel no tiene alas, pero entre todos le construiremos una escalera hasta el cielo.
Susana el duelo de tener un hijo/a con necesidades especiales y sobre todo con autismo lleva su tiempo, todo depende de como somos y crecimos los padres ,a mi me llevo años aceptarlo y poder ser feliz a pesar de ello( siempre fui buena alumna , ,ingresé con el primer promedio a medicina y tuve una carrera muy buena , mi matrimonio fue hermoso y mi primer hija super normal), imaginate lo que me costó aceptar que mi segunda hija era autista , que hice mal!!! en que me equivoque!!! porque a mi!!! fueron mis interrogantes durante años…. pero poco a poco comprendi que Dios no nos da nunca una prueba que no podamos soportar y mas aún de la cual podemos aprender muchísimo y ayudar a eses ángel que un dia nos envió, ayudarlo a entender y a introducirse de a poco en nuestro mundo , o poder ordenar su mente con el amor y la paciencia que le podemos brindar sus padres …quien sino nosotros.y ser felices con sus pequeños logros… mi hija ya tiene 18 años y te aseguro que todavía derramo lágrimas ante algunas situaciones pero lágrimas de emoción y de amor porque a pesar de sus limitaciones ella es y me hace feliz ,änimo ,Dios tiene un tiempo para cada uno y el tuyo seguro pronto llegará… Stella mamá de su ángel Camila desde Argentina.