El autismo se consideraba una condición rara que era raramente diagnosticada antes de que los niños afectados tuvieran tres o cuatro años. El pronóstico y calidad de vida de las personas con autismo no era bueno. En la actualidad, vemos un aumento llamativo de los casos de autismo, que se discute si es debido a una mayor concienciación con el consiguiente mejor diagnóstico o si realmente estamos viviendo una epidemia de causa desconocida. En la actualidad, cada vez más investigadores aceptan que hasta uno en cada 150 niños podría estar afectado en mayor o menor medida, en lo que se llama trastornos del espectro autista (TEA) y hay un esfuerzo considerable por conseguir adelantar la edad de diagnóstico. Un diagnóstico más precoz puede permitir iniciar un tratamiento más tempranamente, y aunque las opciones disponibles siguen siendo reamente limitadas, un buen trabajo en casa y en la escuela, adaptado a las condiciones particulares de cada niño, puede suponer una diferencia importante con el paso de los años.
Para intentar conseguir un diagnóstico más temprano se siguen distintas estrategias. En unos casos se analizan poblaciones de “riesgo” como pueden ser los hermanos de un niño diagnosticado con autismo, de los que se sabe que la probabilidad de que puedan sufrirlo es mucho mayor que en la población general. En otros casos, se hacen barridos de la población general, buscando síntomas de alerta. En una tercera aproximación se recogen datos estadísticos de una población muy grande y luego se compara la información almacenada entre los que posteriormente fueron diagnosticados con TEA y los que no para ver si hay algo que mostrara diferencias.
Siguiendo esta última aproximación, se han encontrado diferencias entre niños afectados de TEA en los patrones de alimentación, en la vocalización y en la atención visual. Me voy a centrar en este post en el primer apartado: autismo y alimentación.
Emond y su grupo han publicado en Pediatrics un estudio de 79 niños con TEA nacidos entre 1991 y 1992 en la zona de Avon en Inglaterra frente a 12.901 niños nacidos en el mismo período y región, que fueron usados como controles (por cierto una proporción de uno en 164). La alimentación de las madres y los patrones de lactancia no mostraron diferencias. Se pasaron encuestas a las madres a los 6, 15, 24, 38 y 54 meses de edad.
Desde el primer momento se encontraron diferencias en la alimentación entre los niños a los que posteriormente se les diagnosticó TEA y los controles. Para los niños con TEA, la madres describían a sus hijos como muy lentos, malos comedores y que aceptaron más tarde que el grupo control la comida sólida. A los 15 meses de edad, los niños con TEA eran más difíciles de alimentar (diferencias estadísticamente significativas) y más selectivos en la comida que los del grupo control. La mayoría de los niños tiene claras preferencias por la comida y no es fácil cambiar sus hábitos e incorporar nuevos alimentos a sus dietas. Pero los niños con TEA son más difíciles de contentar, más complicados para cambiar sus hábitos y tienen frecuentemente problemas sensoriales incluyendo aversiones marcadas a algunos colores, texturas o formas, lo que dificulta aún más incorporar nuevos alimentos para una dieta variada. Según el estudio de Emond, su dieta se mantuvo como mucho menos variada. Dentro de los trastornos del TEA, los niños con autismo clásico eran los que tenían la dieta menos variada frente a los que tenían otras manifestaciones más leves del TEA. A los 24 meses, las excepciones en la dieta de los niños con TEA habían progresado hasta el grado de que frecuentemente tomaban una comida distinta que el resto de la familia. A los 54 meses, el 8% de los niños con TEA tenían una dieta especial por algún tipo de alergia alimentaria frente a un 2% en el grupo control.
Algunos niños con autismo exigen que toda su comida pase por una batidora hasta tener una consistencia de puré suave o de sopa. Otros se limitan a un ámbito extremadamente restringido de alimentos, querido comer siempre lo mismo. Muchos padres se esfuerzan por incorporar nuevos alimentos o comida más sana escondida entre otros alimentes de sabor fuerte (por ejemplo, verduras hechas puré y mezcladas con kétchup o mayonesa). En el estudio publicado en Pediatrics, se encontraron mayores niveles de pica (deseo irresistible de comer o lamer sustancias no nutritivas y poco usuales como tierra, tiza, yeso, virutas de la pintura, bicarbonato de sosa, almidón, pegamento, moho, cenizas de cigarrillo, insectos, papel o cualquier otra cosa que no tiene, en apariencia, ningún valor alimenticio) en niños con TEA entre 8 y 54 meses que en el grupo control. Con respecto a los alimentos, los niños con TEA consumían menos ensaladas, vegetales, fruta fresca, dulces y bebidas gaseosas que el grupo control. A pesar de las diferencias en la dieta no había diferencias en el peso entre niños con TEA y el grupo control.
Los autores de este estudio sugieren que cuando los padres se quejen de problemas para alimentar a los niños, rechazo de comidas y preferencias limitadas de alimento, el pediatra debería considerar la posibilidad de un diagnóstico de TEA y preguntar a los padres sobre otros síntomas claves como problemas en la comunicación y el comportamiento social o un rango restringido de intereses.
Artículo publicado en el Blog personal de Jose R. Alonso