Una tarde en la piscina
Autora : Swaipek Cram
Mario está sentado en su toalla, de espaldas a la piscina grande, mirando la hierba y contando las hormigas que encuentra. No me cansa tener que llamarle por su nombre 7 veces antes de que me responda. Sólo por estar ahí, a su lado, y pedirle que me mire consigo sacarle una sonrisa. Está tan absorto en su mundo imaginando y pensando sus cosas. Trato de darle conversación hablando de lo que pasa por su cabeza. Me cuenta que lo bueno de las matemáticas es que sabes corregir los ejercicios si están bien o mal porque dos más dos siempre es y será cuatro. Le cuesta tanto hablar de él. Nunca quiere jugar con sus hermanos, pero los mira con envidia. Le pregunto porque no va al agua con los demás y dice que no es divertido a lo que juegan sin embargo se ríen y lo pasan bien y eso él no lo acaba de entender.
Decido coger la baraja de cartas que hay en la bolsa para retarle a una partida y en cuanto me ve se echa al suelo y se dispone a patalear riéndose a carcajadas y gritándome que pare de hacerle cosquillas. ¿Por qué no me lo pide? Me tumbo encima de él satisfaciendo sus necesidades y contenta por hacerlo. – ¿jugamos a las cartas?- le pregunto. Le parece una buena idea. Se levanta animoso y empieza a dar vueltas entre las toallas que hay a nuestro alrededor. A la quinta vuelta, se para y con su típico gesto de pensar poniendo el dedo índice en medio de la barbilla, se pregunta que está buscando.- ¡Ah, sí! Las cartas- Me dice. Cuando jugamos a algún juego que tiene números es una emoción increíble para Mario. No puede controlar sus sentimientos y empieza a hablar de números sin cesar. Tal es la emoción que impide que se juegue con normalidad. Una tirada puede durar 5 minutos. Cuando todavía no ha hecho su segundo turno, los otros niños, cansados de nadar y tirarse al agua, vienen a jugar con nosotros a cartas. Aprovecho para ir al bar de la piscina a tomar un café mientras los 4 niños se distraen juntos. Los observo de lejos y Ángel se levanta mientras Claudia y Sara se miran entre ellas. Mario sigue hablando sin parar mirando fijamente las cartas, la toalla y el césped, pero nunca mirando a las personas a las que se dirige. Tras veinte minutos y sin darse cuenta, ya está Mario jugando solo.
Después de una ducha rápida me lanzo de cabeza en la parte que más cubre de la piscina grande. No pasan ni cinco segundos que ya están los tres niños encima de mí jugando a pillarnos y nadar por toda la piscina. Mario nos mira con indiferencia y lo llamo para que se meta en el agua. Viene despacio pero contento y al llegar al borde se detiene y se tira de palillo con un arte indescriptible. Nado hacia él para intentar que juegue con nosotros. Empieza a nadar y a perseguirnos hasta que llega al otro lado de la piscina. Me hundo para bucear y subir a la superficie justo delante de él. – Si jugamos al pilla pilla, uno tiene que nadar en dirección al que persigue, no al contrario, Mario- le digo entre risas. Me responde que pillaba al amigo invisible. Al ver que todos nadan más rápido me dejo pillar por él pero en vez de decirme “la paras” me abraza como un niño de dos años y se acerca al oído para susurrarme que juegue con él a cartas. Le digo a Claudia que me pille que nosotros no jugamos, que iremos a la toalla a descansar, a lo que Mario añade: -aprovechar el tiempo, no a cansarnos tontamente sin propósito-. Al tener las manos mojadas, las cartas de plástico se pegan entre ellas y es difícil poder repartirlas. Mario necesita ordenarlas primero todas del derecho, rectas sin que sobresalga una de la otra. Le escucho con entusiasmo.-¿sabías que hay 14 personas en la piscina y que si contamos a los trabajadores de mantenimiento, el chico de seguridad de la entrada y los socorristas, hay 20 personas. Si a ese número le sumamos mi edad multiplicada por dos, que somos los que estamos jugando, nos daría 36, que restados por el número de jugadores que somos nos daría 34 que es tu edad -. Le sonrío mientras le quito las cartas y reparto para dos jugadores. Me coloco las cartas en mi mano para estar preparada y me tumbo de espaldas a tomar el sol. Escondo la cabeza entre el brazo para ver a Mario como se debate con sus cartas. Se las ordena por número de menor a mayor, después por color. Me las enseña sin darse cuenta y me explica que primero va el azul porque es su color favorito y después el amarillo porque es el mío. Le provoco preguntándole como se le ocurre dejar el verde para el final si es el color de la esperanza. Sentado como un indio, balanceando el cuerpo hacia delante y hacia atrás lentamente pero sin pausa, me enseña su lengua con una cara inexpresiva a lo que deduzco que intenta hacerme burla. Cuando ya lo tiene todo listo para jugar, coge una carta para robar, le cae una gota en su mano y me mira. Una lluvia de un cuarto de hora que nos hace correr hacia el porche del bar. Mario, con la toalla envuelta, sujetando con una mano la bolsa de snack y con la otra una patata, me mira. Les susurro al oído que está siendo un día divertido, a lo que me responde; – Todavía no has jugado conmigo a cartas-, en tono serio.