Nuevo relato que recibimos para la IX edición de nuestro certamen «Cuéntame el Autismo». Un relato que culmina así:  tendremos que estar fuertes para irles construyendo su camino donde encontrarán su lugar en el mundo, porque sin duda, lo tendrán.

 

«Mi faro» 

 

Ocurrió lo que nunca nadie pudo imaginar: el mundo se paró. Lo hizo a través de lo invisible, colándose como un polizón entre nosotros. Y llegó a nuestras vidas extenuadas de estrés, prisas, consumo, para recluirnos a una existencia carcelaria invadida por la quietud, la introspección y la contemplación.

Algunos ya teníamos experiencia de tener que convivir con ese particular aislamiento, así que no nos pilló de improviso. Nuestra “pieza del puzle que no encaja” nos hace invisibles. La sociedad nos suele mirar unas veces desde la curiosidad, otras desde el miedo a lo desconocido, otras veces desde el desprecio y muchas veces desde la compasión, pero casi nunca nos entiende, ni se acerca a nosotros, ni nos tiene en cuenta , aunque hacemos enormes esfuerzos a diario por adaptarnos a ella.

Ahora el enemigo común nos iguala a todos, y vivimos desde nuestro refugio, el faro de nuestra isla particular. Nuestro faro, nosotros mismos, como guías y orientación de su camino, protegiéndoles de las tormentas de la vida, firmes y resistentes hasta que el tiempo nos lo permita. Subimos a lo más alto y elevamos la mirada, oteando un horizonte que presiente nubes grises, con la esperanza de que a lo lejos, sigan existiendo cielos azules, brillantes, llenos de un mar de algodón blanco y mullido, con la promesa de un futuro mejor.
Tenemos días para todo: para la alegría, para la tristeza, para el miedo, para la nostalgia, para la ira, para la incertidumbre y para muchas cosas más. El autismo no les arrebata el sentimiento, ese está ahí, igual que para todos, pero a ellos les cuesta desenmarañar ese amasijo de sensaciones tan confusas, difíciles de descifrar y canalizar correctamente.

Nos aferramos a seguir teniendo rutinas que nos dan la seguridad de lo predecible y creamos momentos buenos: cosquillas, aleteos de pajarillos felices de mover sus alas aunque todavía no puedan volar, miradas y sonrisas cómplices ante nuestra melodía preferida, experimentos de laboratorio en la cocina, solo por el placer de hacerlos juntos, aunque a veces salgan incomibles. Momentos de magia, de los que te acarician el alma.

Nos tiramos en el suelo y mientras nos entretenemos buscando constelaciones, dibujamos juntos el mapa de los sueños que quedaron pendientes para después. Montones de bonitos planes, desde los más pequeños hasta los más grandes. Nosotros sabemos valorar especialmente los más chiquitos, pues conocemos con certeza lo que cuesta conseguirlos, y por ello mismo, los disfrutamos doblemente, cuando los demás solían pasar de largo sobre ellos, esperando grandes y excepcionales momentos que no suelen llegar nunca.
Pero también llegan los momentos malos…el no entender del todo al enemigo, el doblegarnos ante él, que nos ha robado nuestra vida sin saber hasta cuándo. La tensión acumulada y descargada sobre lo cercano, lo querido, y aún así, machacado, de pura frustración. Conteniendo con un abrazo y un “calma, ya pasó” .Y aguantamos los golpes estoicamente, con el amor del que ama incondicionalmente pese a todo. Dando autoinstrucciones a tu cerebro para que le cuente a tu corazón roto: “ No es él, es su dificultad”, palabras que intentan ser tiritas para remendarle del dolor.

Nos refugiamos en las ventanas que nos permiten la escapada de nuestro faro, las que nos invitan a viajar a otros mundos: a selvas escondidas, universos desconocidos, retazos de la historia, momentos de nuestro pasado, cuentos de amor… Escapadas que nos regalan un soplo de oxígeno como cada vez que contemplamos la vida pasar como espectadores desde nuestra ventana.

Llegan las noticias tristes, las despedidas inexistentes, las que se tuvieron que hacer desde el pensamiento y el corazón, y nos hacemos también especialistas en disimular las lágrimas que se nos escapan sin permiso, en deshacer los nudos que nos atenazan la garganta , sin que nos vean esos ojos que no entienden el por qué, pero intuyen el pozo en el que estamos.

Pasaron los años pero aún cuesta digerir la diferencia. Duele no poder compartir los momentos que nos unen, esos aplausos que hacen piña, que nos hermanan aunque sea por cinco minutos, y nos hacen sentir que estamos remando juntos por primera vez, en la misma dirección. Duele ver, no la indiferencia, sino el vértigo de la intensa emoción que les bloquea y no les deja. Todavía duele. Son demasiados duelos, los de aceptar vidas como líneas paralelas al resto, que sólo en algunos momentos se juntan con mucho esfuerzo. Ilusiones del pasado que hablaban de proyecciones muy normales y comunes que nunca podrán ser porque nuestra realidad es otra muy distinta. Tener conciencia de las limitaciones, de las dificultades y de las pérdidas que arrastraremos a lo largo del camino.

Pero aún así, aún llevando una mochila llena de peso, que muchas veces nos hace hincar las rodillas en el suelo, les miramos y no podemos dejar de amarlos y admirarlos profundamente por superarse a sí mismos cada día, cosa que no podemos decir los demás. Admiramos la inocencia de ser niños en esos cuerpos ya adultos, y su absoluta transparencia, esa que nunca engaña, dentro de un mundo tan falso en el que se valora tanto las apariencias.

Subimos a nuestro faro. El brillo de la luna arropa a nuestra luz. Nos asomamos e invocamos a ese firmamento misterioso que parece también haberse quedado en pausa. Soltamos un poco de peso de la mochila. Lo dejamos ir, la necesitamos más liviana porque sabemos que dentro de poco tendremos que volver a empezar y tendremos que estar fuertes para irles construyendo su camino donde encontrarán su lugar en el mundo, porque sin duda, lo tendrán.

 


Isabel Fernández Jiménez


 

Si quieres participar en el Certamen puedes acceder a la información pinchando AQUÍ

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