Nuevo relato para el certamen Cuéntame el Autismo. En esta ocasión se trata de una historia real. Una historia que nos llega al corazón. 

Día 23. Por fin suena el teléfono. Mi madre en su encierro y yo en el mío llevamos cinco días con sus cinco noches sin tener noticias. Pero hoy ya sabemos dónde está. Con la imaginación, que nos mantiene insomnes a las dos por la noche, dibujamos su figura yacente, sus ojos asombrados, confundidos, porque mi padre no sabe a dónde le han llevado ni porqué. Le cuesta recordar su propia edad. Su memoria hace aguas como un barco arrojado contra los rompientes, herido por afiladas escolleras. Hoy hemos sabido que lo trasladaron de un hospital a otro. También hemos sabido el nombre de su mal.

Día 24. Abro las cajitas que contienen las fotografías de toda la familia y algunos pictogramas y le explico a mi hijo que el abuelo no está en casa, que está en un hospital. No sé hasta qué punto me comprende. Sin embargo, su rostro serio me dice que quizás sí ha captado la idea. Al igual que su ancha sonrisa me dijo que se alegraba muchísimo cuando, hace un par de semanas, le expliqué que el cole estaba cerrado y que se quedaría en casa con mamá.

El virus se propaga. La vida contiene el aliento. Nos agazapamos en nuestras madrigueras, asustados, perplejos, sin entender bien cómo ha podido pasar esto.

Pienso en mi madre, anciana, sola en su pisito. Pienso en ella dando de comer a los pájaros en el alféizar de su ventana, esperando. Esperando, igual que yo, la próxima llamada.

Día 25. El pronóstico no es bueno. Tal como temíamos. La diabetes, el corazón infartado, los bronquios obstruidos, hacen que todo sea más difícil. La médica informa con calma y brevedad y yo transmito el mensaje a mi madre. Un suspiro débil se oye al otro lado de la línea telefónica. Luego un denso silencio que ninguna de las dos sabemos cortar.

Día 29. Hoy la doctora me ha llamado temprano. “Vengan a verlo. No le queda mucho tiempo”, ha dicho. Me visto . Repito mentalmente: ”espera, papá. Espera , por favor” .Conduzco hasta la casa de mi madre. Juntas nos dirigimos al hospital. Allí nos reciben, nos miman. Vestidas con guantes, bata, delantal y mascarilla, nos guían hasta un habitáculo blanco donde aún respira, aunque con dificultad, mi padre. Está sedado. Observamos el leve movimiento de su pecho y una doctora nos anima a hablarle: “Es posible que os oiga todavía”. Me escucho a mí misma diciendo “papá, estamos aquí, mamá y yo. Estamos contigo”. Y mi voz suena suave y firme como si nada temiera. Observamos. De repente, su pecho ya no se mueve más.

Día 30. Para ir a despedir a mi padre, dejé a mi hijo con mi exmarido. Ahora tengo que estar aislada dos semanas. Por teléfono le ruego a mi ex que hoy saque las cajitas de fotos familiares y los pictogramas para explicarle a nuestro niño que ahora va a quedarse más días con papá. ¿”Algo más?”, pregunta él.  Entonces yo me pregunto a mí misma si conviene, si tiene sentido, si es siquiera posible explicarle a un niño autista que su abuelo ya no existe. Claro que no. “No”, respondo a mi exmarido, “nada más”.

Si alguna vez mi hijo recordase a su abuelo, si alguna vez le viniese su imagen a la mente junto  con la curiosidad de saber dónde está, yo recurriría a los mitos amables que atenúan el estupor de los niños ante la muerte: “el abuelo está en el cielo” …cosas así.

Día 31. “No habrá flores”. Eso es lo que me dice hoy una voz masculina al otro lado de la línea. Es el empleado de la empresa aseguradora que se encargará del traslado del cuerpo de mi padre al cementerio y, luego, su incineración. Yo llevaré las flores cuando nos entreguen las cenizas y las depositemos, mi madre y yo, en el hueco de un columbario.

Por la noche hablo a mi hijo. Veo su rostro en el cuadradito de la pantalla del móvil. Acompaño mi voz con la lengua de signos. “Hola, soy mamá. ¿Cómo estás?  Te quiero. Un beso”. Creo que me ha  entendido porque me ha devuelto el saludo con la mano derecha y luego ha fruncido los labios para lanzar un beso imaginario, como si soplara una mariposa o un pétalo desde su mano. Cuento los días para reencontrarnos. Literalmente. Miro los números en el almanaque. Entonces otras cifras saltan de las noticias de la tele y me invaden la conciencia: la primera son los infectados, la segunda los muertos. Ya son 24.895 los fallecidos en España a causa de Covid19. Mi padre es uno de ellos. Mi hijo nunca lo sabrá. No lo entendería.

 

 


María de los Ángeles Rueda Prieto 


 

 

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