Compartimos un nuevo relato para la IX edición del certamen Cuéntame el Autismo, en esta ocasión nos lo cuenta Daniel… «¡Vaya! ¡Otra dificultad más! Ahora que estaba yo estudiando las emociones y aprendiendo a interpretar las caras, se colocan mascarillas. Todos ven cómo me siento yo pero no puedo leer sus gestos en sus rostros»
Mamá, tienes que ayudarme este año otra vez. Me invitan a que escriba sobre lo que he visto desde mi ventana durante el confinamiento. Tú ya lo sabes pero ellos no. Vamos a contárselo.
Sabes que cuando miro por mi ventana cierro los ojos, aleteo cual ave que emprende el vuelo y me pongo muy excitado. Es entonces cuando se me aparecen todos mis personajes favoritos de las películas que sigo. Allí están Mickey Mouse y su Mickeydanza, Lala y Po con sus barrigones enormes en los que hay una pantallita.
De pronto he tenido que parar. He escuchado a mamá interrumpirme con un Daniel, Daniel…, no sigas. Hijo mío, el certamen no se refiere a la ventana que se te abre en ese cerebrito tuyo y en la que echando a volar tu imaginación aparecen, como si del sombrero de un mago se tratara, los protagonistas de tus películas favoritas. No se trata de eso. Se trata de explicar lo que has visto desde la terraza del salón o desde el ventanal de tu dormitorio por el que siendo pequeño algún objeto lanzaste y por el que tanto te gusta ver.
Y bien dice ver, que no mirar. Porque mirar, mira la gente, pero nosotros vemos. Tenemos la cualidad de con un simple vistazo ver más allá y fijarnos no sólo si el que está enfrente es señor, señora, joven o viejo, rubio o moreno, alto o bajo, sino también, si hoy sonríe o no, si camina esta semana más encorvado, si lleva la misma ropa que ayer o cambió su camisa de cuadraditos azules y blancos por otra de líneas finitas blancas sobre un fondo azul. Creo yo que por esta cualidad nuestra crearon en su día el refrán de “Dios da ojos a quien no vé” Y es que vivimos en un mundo de ciegos. Pero me estoy yendo del tema.
Decía mamá… a través del ventanal… La cosa cambia entonces.
Muchos han sido los días de confinamiento, mucho que recordar, mucho para no olvidar y mucho de lo que aprender.
Para empezar recuerdo haber puesto cara de sorpresa al oír a la policía de los balcones chillando e insultando al que paseaba durante los primeros días. Yo he sido también uno de los agraciados. ¡Qué lástima! ¡Cuánta ignorancia! Apenas sé leer y escribir y puedo ser más erudito que todo aquél con mayor cualificación, pero ciego e insolidario, que ni respeta ni sabe reconocer la diferencia. La diferencia que siempre enriquece y a la que no hay que tener miedo.
Recuerdo haber visto el cielo encapotado tiñendo de negro los arco iris que colgaban en los balcones así como cierres de hierro echados que adornaban las plazoletas y calles, con sus divertidos graffitis, unos, abstractos, otros, letras mayúsculas y otros, los que a mí más me gustan, indicativos del negocio que esconden. El silencio se adueñaba del asfalto haciéndose ensordecedor.
Los columpios de los parques y el tobogán sólo tuvieron por compañía juguetes solidarios esparcidos por la arena esperando que los niños volvieran a usar el viejo rastrillo verde o el camión de tres ruedas que sube cuestas veloz y es capaz hasta de volar.
Recuerdo también a personas anónimas, enmascaradas, guardando cola en una fila para comprar una barra de pan. ¡Vaya! ¡Otra dificultad más! Ahora que estaba yo estudiando las emociones y aprendiendo a interpretar las caras, se colocan mascarillas. Todos ven cómo me siento yo pero no puedo leer sus gestos en sus rostros.
He visto gente acompañada de sus perros, estos con la lengua fuera, fieles servidores de sus amos y a los únicos que me encontraba en mi paseo matinal. Amos hambrientos de conversación. Al verme a mí y a mi madre se interesaban por mi situación, sin conocernos de nada, explicándoles mamá que estaba siendo duro y que a veces tenía crisis, difíciles de llevar. Acto seguido nos daban ánimos. O nos gritaban guapos el siguiente día cuando nos veían, lo que yo no entendía mucho porque no nos habíamos puesto la ropa de domingo.
A mi memoria vienen también la hora de los aplausos. Las ocho en punto. Esto se me da muy bien porque junto con las y medias son las únicas horas que me sé. Todos juntos a un mismo compás.
Ví padres, adolescentes, niños y hasta bebés frente a sus pantallas cada día. Mamá me explicó que tenían que estudiar o trabajar. ¿Y los bebés? Entretenidos están.
Han ido pasando días, semanas, meses. Hemos despedido al crudo invierno, dando la bienvenida a una todavía áspera primavera.
Sopla ahora en mayo un viento más ligero.
Las calles cobran vida con niños ruidosos y gritones que conducen sus bicis y patinetes mirando hacia atrás, y a los que tengo que sortear. Niños pacientes que han sabido aguardar en sus casas para poder a la calle bajar. Ya echaba yo de menos sus miradas curiosas y penetrantes cuando rápido, con mis cascos, me ven caminar y aletear.
Pero no todos regresaron. Mayores que ya no están y los que sí aparecen en mi horario, taciturnos les veo caminar. Mamá dice que preocupados por los hijos y nietos a los que no pueden aún besar ni abrazar.
El verde de las plantas todo lo ha invadido al no haber habido nadie que las pudiera pisar.
Las flores de mayo que pinté con mamá han venido a los jardines adornar. Amapolas y margaritas compitiendo en colores con las rosas del rosal.
Está llegando la noche. La ventana se va a cerrar.
Abro mi pequeña ventanita ¿Con quién me voy a encontrar?
Allí están esperándome Epi y Blas.
María Ángeles Alcantarilla
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