Hola. Soy Tauro, 23 años. A su consulta suelen venir madres de niños que acaban de ser diagnosticados y que quieren luchar por sus hijos. Esas madres sienten que el mundo se les cae encima al recibir el diagnóstico y lloran muchas noches pensando en qué será de sus retoños. Poco a poco, van vislumbrando la luz al final del túnel. Sus pequeños, poco a poco, van saliendo adelante, aprendiendo habilidades sociales, a organizar sus tareas, van mejorando su motricidad… Tienen suerte de que se les haya diagnosticado de niños, porque desde pequeños saben por qué son diferentes a los demás, y su entorno puede aprender a comprender sus diferencias.
Verá. Mi madre, desde que yo era muy pequeña, ya notó algo raro. Le preocupaba que no le hiciera ni caso cuando pronunciaba mi nombre. Pensó que podría tener sordera, pero el especialista comprobó que oía perfectamente. Poco después, una doctora, por pura casualidad, sugirió que podía tener “algo de autismo”. Me llevó al pediatra, pero claro, en los 90, o tenías autismo clásico o no tenías autismo. Con lo cual, se descartó dicho trastorno.
Pasaron los años, comencé al colegio y, como nos ocurre al 98% de los que son como yo, sufrí bullying durante toda mi etapa escolar. Incluso llegué a pensar que existía un complot contra mí, que estaba destinada a que nadie me quisiera. Me preguntaba por qué nadie me respetaba, por qué todo el mundo me veía diferente si yo era como los demás, tenía los mismos deseos que ellos: tener muchos amigos, salir con ellos de noche…
A los 18, entré en la universidad. De repente, todo el mundo empezó a respetarme y a quererme tal y como era. Y comprendí que no era rara, sino única. Que no era yo la que tenía algo malo, sino aquellos que me habían acosado.
Entonces, un día, cuando ya había terminado la carrera, mi madre me sugirió que yo podía tener algo de lo que pocas veces había oído hablar: Síndrome de Asperger. Pero eso no era todo. “Es un tipo de autismo”, me dijo. Así. Tan pancha.
Sin embargo, no pude sino estar de acuerdo con ella cuando hice la búsqueda pertinente en Internet, porque de repente todas las piezas del puzle encajaban. Porque, de pronto, esa pregunta que tantas veces me había hecho adquiría una respuesta. No me hacían bullying porque fuera una empollona. No me hacían bullying porque fuera tímida. No me hacían bullying porque fuera fea, ni porque llevara gafas, ni porque tuviera granos. Me hacían bullying porque carecía de habilidades sociales. Y de repente, asumí que yo sí era la que tenía algo malo, que de alguna manera yo sí que tenía la culpa de que me hubieran hecho bullying. Pero no, porque el ser autista no justifica que los demás te tengan que faltar al respeto.
Yo nací en los 90, y por eso no me quedó otra que sobrevivir. Pero los chavales que están recibiendo un diagnóstico más precoz tienen muchas más oportunidades.
Hoy va a utilizar esos tres montones para ver, no lo que será, sino lo que hubiera sido.
El montón de la izquierda es el del diagnóstico precoz. Si me hubieran diagnosticado de pequeña, habría empezado a aprender habilidades sociales desde Primaria, a entender las bromas y a ignorar a los demás cuando se metieran conmigo. Los profesores habrían explicado a mis compañeros que tenía Síndrome de Asperger y ellos… bueno, la mayoría… me habrían respetado sabiendo que mis conductas se debían a un trastorno. Y yo tendría asumido mi diagnóstico desde pequeña. Por otro lado, mis padres me habrían metido en una burbuja para que no me resultara muy traumática la salida del cascarón. A estas alturas, no habría salido ni de mi comunidad autónoma y no sabría casi relacionarme con otros seres humanos, porque mis padres me habrían sobreprotegido.
El montón de la derecha es el de no haber recibido nunca un diagnóstico. Habría tirado para adelante buscando trabajo como cualquier joven en esta crisis económica, a sabiendas de que hay un 50% de probabilidades de seguir en paro. Habría buscado pareja como cualquier otra chica, pero me seguiría sintiendo frustrada al no haber tenido siquiera novio por primera vez cuando la mayoría de la gente de mi edad ya se estuviera casando y teniendo hijos. Cuando por fin consiguiera casarme, mi marido e hijos tendrían que aguantar que me pusiera a llorar y a dar golpes sin motivo aparente y les haría infelices.
El montón del centro es el de lo que sí ha sido, el del diagnóstico tardío. Es el que tuvimos que vivir los que nacimos en una época en la que nadie en España sabía lo que era el Síndrome de Asperger, ni los psicólogos. Los que tuvimos que luchar hasta la adultez para sobrevivir a las adversidades. Los que ya somos adultos y no somos la voz de los autistas sino los autistas con voz. Y, ¿sabe qué? Que yo me quedo con este montón, con el montón del centro, porque es la vida que me ha tocado vivir y no la cambiaría por nada. Y con respecto al futuro, las cartas ya están sobre la mesa.
Título: “El montón del centro”
Autora: Sandra Fernández