‘Descubrimiento’ nos habla de la importancia del primer empleo. María Ángeles Rueda participa, de nuevo, en el certamen, con este delicioso relato que nos acerca al descubrimiento de las posibilidades laborales en el Autismo. Esperamos que lo disfrutéis.
Las manos invisibles del tiempo, veloces como las de un hábil prestidigitador, transformaron al niño hiperactivo de suaves mejillas en un adolescente flaco y anguloso que se emborrachaba de vídeos musicales en su “Tablet”. Más tarde y con la misma celeridad, el cuerpo del adolescente cesó de adolecer para asombro de todos; la magia del tiempo no deja de sorprendernos por muy viejos que sean sus trucos. De modo que un día fue evidente que a aquel cuerpo ya no le faltaba ninguno de los atributos de un hombre: la estatura, la fuerza, la barba…
Un hombre que seguía apegado a su música en Youtube y a los largos abrazos de su madre, pero un hombre hecho y derecho, al fin y al cabo.
De todas las cosas que había aprendido a hacer como adulto, apreciaba especialmente algunas tareas del hogar porque el esfuerzo de concentración que éstas le exigían era siempre recompensado con la íntima satisfacción de conseguir un poco de orden: colocar los platos en fila dentro del lavavajillas, tender la ropa mojada a intervalos regulares en una cuerda, sujetando cada prenda con su correspondiente pinza y guardar los cubiertos en el cajón donde podía clasificar tenedores, cucharas y cuchillos a gran velocidad. Todas esas actividades formaban parte de la rutina de su casa, pero también del Centro, donde pasaba mañanas y tardes y donde todo el mundo últimamente había insistido en mostrarle que, en fecha próxima, iba a hacer algo nuevo y fascinante, algo de vital importancia cuyas reglas debía aprender. La fecha había llegado por fin: era hoy. Y ese “algo” que, según las misteriosas palabras de su madre, le situaba a la misma vertiginosa altura que la gente mayor, era, nada más y nada menos que trabajar.
Pero trabajar de verdad; es decir, iba a tener un empleo.
La Fundación había conseguido que él y tres compañeros más fuesen colocados directamente a las órdenes de un jardinero bajito, maduro y sosegado cuya misión era mantener exuberantes las plantas del jardín que rodeaba el edificio del Centro.
En el momento de ponerse el mandil y los gruesos guantes, ropa que nunca antes había usado, se abrió paso en su mente, igual que un rayo de sol entre las nubes, la consciencia de que realmente iba a zambullirse en una experiencia nueva que sería, según le habían anunciado, al aire libre. Entonces sus ojos brillaron, su sonrisa se expandió hasta iluminar su rostro entero y la anticipación de la nueva actividad le hizo balancearse de un pie a otro al mismo ritmo presuroso que bailoteaban las mariposas en su estómago. No obstante, esperó las instrucciones del jardinero con toda la atención de que fue capaz y comprendió que su misión estaba perfectamente a su alcance, lo cual le hizo sonreír de nuevo. Dentro de una voluminosa caja tenía que colocar unas macetillas livianas de plástico que contenían matitas de yerbabuena además de dos variedades de flores: llamativas caléndulas amarillas y tiernas vincas de tonos blanco y fuscia . Una vez colocadas en línea las macetas dentro de la caja, el hombre debía llevar su carga a un lugar determinado del arriate.
Aún no sabía cuál era la finalidad de su labor de colocación y transporte, pero muy pronto habrían de enseñarle una labor más: hacer unos pequeños hoyos en la tierra. Y en el plazo de unas semanas le enseñarían a plantar. El plan era ambicioso, requería aprender movimientos nuevos con las manos y utilizar curiosas herramientas desconocidas, pero confiaba plenamente en los buenos augurios de su tutor y de su madre: “Lo pasarás bien”, decían. Y, hasta ahora, ambos habían tenido razón. Todo era agradable a su alrededor: la luz matinal, que él sentía como un beso en los párpados, el viento tímido y, sobre todo, el espacio abierto del anchuroso jardín que, a largas zancadas, no se cansaba de recorrer en sus idas y venidas de porteador.
Tan abstraído estaba en su placentero trajín el silencioso ayudante de jardinero, que una vez tropezó en un bordillo cuando se disponía a colocar una nueva ringlera de tiestos dentro de la caja y dejó caer dos al suelo. En casa y en el Centro, siempre que un vaso o un plato se caían de sus manos, se producía un estrépito que lo sobresaltaba y al instante alguien le entregaba una escoba y un recogedor para la minuciosa tarea de recoger los pedacitos de loza o cristal. Aquí, en cambio, el accidente no había quebrado ni un segundo la perfecta calma del entorno ni la expresión bondadosa del jardinero. “Recógelos, majo” dijo éste alegremente y le mostró cómo volver a llenar las macetas semivacías con la tierra de las dos plantitas volcadas. El muchacho se quitó los guantes e imitó los expertos movimientos del jefe lo mejor que pudo. De nuevo, una grata sorpresa: el tacto de la tierra. Ligeramente húmeda, aquella sustancia oscura y fresca le acarició los dedos. Entonces, rió con la alegría primigenia de quien descubre un mundo en una sensación nueva.
Definitivamente, éste era el empleo perfecto para él. Y era maravilloso haberlo descubierto.
María Ángeles Rueda Prieto