En este relato nos sumergimos, a través de su protagonista, Gabriel, en la importancia de los programas laborales en el mundo del Autismo. Mª Ángeles Rueda, nos remite esta obra de ficción llena de ternura, esfuerzo y descubrimiento. Esperamos que os guste.
Cuando, siendo yo una muchacha de diecisiete años, el dios de las vocaciones me susurró al oído su sabio dictamen, mi gozo fue tan íntimo e inefable que anduve callada, embelesada y con una sonrisilla medio boba casi una semana. Mi dicha se explicaba, en primer lugar, por el hecho de saber, ya a tan joven edad, en qué iba a emplear mi vida; revelación que resulta siempre tranquilizadora cuando una acaba de padecer la desazón de la adolescencia. En segundo lugar, por la propia belleza de la profesión que el dios había elegido para mí: cuidar y enseñar a unos seres ante los que el mundo a menudo no sabe ni cómo reaccionar y de cuyos dones y carencias mucha gente lo ignora prácticamente todo. Mis futuros educandos serían personas con autismo.
Así pues, estudié en la universidad, obtuve mi título de educadora y llegué a esta institución para formar parte del equipo docente. Aquí estoy desde hace más de diez años.
Podría describir mi sensación de triunfo cuando observo a mi grupo de tutoría, cuatro hombres veinteañeros dos palmos más altos que yo, enfrascados en sus trabajos en la cocina, cortando ingredientes para ensalada, haciendo emparedados o poniendo tazas en el vasar. Podría explicar cómo se ensancha mi corazón cuando escucho, en el grupo de un colega, a una muchacha que lucha contra la epilepsia desde hace cuatro años y tararea canciones de moda mientras pinta paisajes radiantes con gruesas estrellas de Van-Gogh. Y cómo se han refinado mis dotes de observación gracias al ejercicio de interpretar las palabras, los gestos, los sonidos y los silencios de todas estas personas, cuyos estados de ánimo y necesidad de expresar emociones a veces se les quedan dentro del pecho, como pajarillos enjaulados, porque algunos tienen escasa o nula capacidad de hablar. Otros, en cambio, son decidores, locuaces incluso, y parlotean acerca de lo que acaban de hacer, o lo que harán, o cualquier suceso que haya captado su atención durante el día. Gabriel es de ésos. Y es de él, no de mí, de quien quiero escribiros.
Cuando le conocí, su nombre angélico me pareció vaticinio de que aquel hombre joven, risueño y gesticulador traía un mensaje. “Hola buenos días hola buenos días” repitió con voz cordial, resonante, una voz rotunda y asertiva. “Me llamo Gabriel”, añadió, mientras estrechaba mi mano.
Gran aficionado a toda clase de aparatos con teclas y pantallas, Gabriel fue contratado por la propia Fundación como auxiliar de la recepcionista en el edificio que servía de sede. Sus tareas eran variadas: desde atender el teléfono cuando la empleada debía ausentarse un momento, o bien ordenar la mesa (los bolígrafos en su cubilete, los clips en su cajita, los folios de papel blanco en la bandeja de la fotocopiadora), hasta hacer pequeños recados o apretar el botón de apertura de la puerta principal cuando sonaba el timbre.
Gabriel siempre caminaba con brío, dando largos pasos apresurados, y el tono de sus palabras sonaba casi profesional cuando aprendió a responder “Fundación El Ailanto, dígame”. Normalmente podía identificar al destinatario de la llamada pues recordaba fácilmente todos los nombres de los profesionales del centro aunque, en ayuda de su memoria visual, yo misma colgué en la pared una lámina de corcho con las fotos de cada uno de esos profesionales. Si en algún momento dudaba, Gabriel sabía pedir ayuda a la administradora, quien solía trabajar en el despacho contiguo.
Con todo, lo que más le complacía era hacer fotocopias. La máquina se convirtió para él en un artefacto maravilloso cuyo primer secreto pronto aprendió a desvelar: levantar tapa, colocar hoja de papel, bajar tapa, pulsar botón verde y luego un agradable ronroneo confirmándole que había seguido los pasos correctos y que la magia estaba en curso. Después, casi inmediatamente, la flamante prueba del éxito: una copia se deslizaba por la pequeña rampa. Misión cumplida.
Al cabo de unos meses, aunque Gabriel permanecía bastante contento con su labor tras el mostrador, frente a la máquina, haciendo mandados o llevando mensajes por los pasillos, se hizo evidente que necesitaba más espacio.
Se imponía diseñar un nuevo programa laboral en el que el muchacho pudiera desplegar más actividad física y sus límites estuvieran más allá del recinto de la Fundación.
Mi equipo y yo nos pusimos manos a la obra y así surgió el proyecto “¿Qué quieres tomar?”. A media mañana, Gabriel y otro compañero, casi igualmente vivaz y desenvuelto, recogerían los pedidos de los profesionales y comerciantes colaboradores de nuestra calle que deseasen tomar un café, un Colacao, o una infusión; saldrían al bar más próximo para hacer los encargos, luego pondrían las tazas y vasos en una bandeja y finalmente los distribuirían entre quienes los habían solicitado. Este nuevo cometido, semejante al de repartidor y camarero, implicaba más ajetreo y distancia en los desplazamientos, además de la elaboración precisa de un listado con los nombres de los “clientes” y sus comandas: Rosa-café solo, Carlos-té, Isabel-café con leche. Todo un reto.
Pero funcionó. Y ahora, cuando veo a Gabriel concentrado y feliz, repasando concienzudamente con su mirada intensa la lista de pedidos, o cuando le escucho leerlos en voz alta en el bar para iniciar el reparto, pienso que ya sé cuál es el mensaje de Gabriel. Lo que él ha venido a mostrarme es grande y diáfano como un cielo azul, una verdad que él mismo encarna: la alegría, el alma servicial y las ganas de ser útil y amado que tiene Gabriel son las mismas que las mías o las vuestras; son idénticas a las que puede tener cualquier persona, con o sin autismo. Él me ha hecho comprenderlo. Y por ello le estoy profundamente agradecida.
Mª Ángeles Rueda Prieto