«Cacahuete», un tierno y divertido relato que habla de verano, chapuzones y abrazos. Disfrutadlo… 

 

Un joven humorista, célebre por sus chistosos monólogos en un programa de televisión, se preguntaba no hace mucho: “¿Un cacahuete en una piscina sigue siendo un fruto seco?”. La ocurrencia me hizo sonreír primero y luego carcajearme un rato porque me trajo a la memoria un episodio veraniego de la primera infancia de mis hijos.

Soy madre de dos; dos niños que, en aquel entonces, tenían cinco y tres años, respectivamente. El mayor hablaba con mucha soltura y su afición a parlotear, cantar y entablar conversación con todo el mundo, animalitos incluidos, era siempre motivo de regocijo familiar en general y, por qué no decirlo, orgullo mío en particular. El menor solo decía tres palabras inteligibles (“mama”, “pis” y “pun”) y solía correr de un lado a otro en el parque, en casa, en el supermercado y en todas partes. Solo unos meses después de aquel verano habrían de diagnosticarle autismo.

Pero volvamos al episodio en cuestión. En los primeros días de julio yo había reservado una habitación en un hotel de la Costa Blanca asegurándome de que tenía piscina para niños pequeños, porque mi retoño corredor solo parecía estar en su elemento y calmarse notablemente cuando se bañaba. Allá me fui, dispuesta a pasar dulces horas de relativa quietud mientras observaba a mis dos críos jugando como nutrias en el agua azul. La piscina de los adultos era bastante amplia, pero la infantil me pareció poco más que un charquito circular. “ Mejor”, me dije, “menos peligro”. Algunas madres sostenían a sus bebés dentro del redondel , otras vigilábamos en los bordes. Con los pies dentro de la pileta, yo miraba con ternura cómo mi hijo mayor, a quien el agua llegaba más o menos a la cintura, abrazaba a su hermano mientras le animaba: “Te enseño a nadar, ¿vale?”.

Ay el mayor, siempre amparando al pequeño, ayudándole, enseñándole, compartiendo con él las gominolas sin rechistar.

Mis hijos disfrutaban, el cristal líquido en que se movían emitía destellos casi cegadores a esa hora cercana al mediodía y los minutos parecían bogar lentamente, como las mismas nubes barrigonas que la brisa se empeñaba en empujar hacia el oeste. Los adolescentes saltaban y hacían piruetas al lanzarse a la piscina grande. Los adultos leían el periódico bajo las sombrillas, miraban sus móviles o tomaban cerveza en el kiosko. Yo no perdía de vista a mis chicos pero estaba bastante tranquila: me había resguardado bien del sol con mi gorro (última moda en 1964, porque perteneció a mi madre), mi cosmético de protección factor 50 y mis gafas oscuras. Pensaba yo, ingenua de mí, que el baño de mis peques había de durar mucho rato y, como es lógico, también les había protegido a ellos con similares precauciones. Los dos con sus gorras y sus blancas carnes aún más blancas debido al centímetro de grosor que tenía la capa de crema aplicada a sus cuerpecitos. Estábamos los tres contentos, aunque yo me notaba algo cansada después de varias horas de conducción desde Madrid y de cargar con dos bolsas de toallas, aperitivos y bártulos, entre los que estaban la aparatosa pistola de agua y las gafas de bucear de mi hijo mayor porque, claro, después de entretener a su hermano , él no pensaba volver a la habitación, ni comer la ensalada del almuerzo, ni la fruta de la merienda ni las judías verdes de la cena ni hacer nada de cuanto yo le mandase en ese día si no le daba permiso para meterse en la piscina grande a probar sus gafas de bucear aunque solo fuera un ratito. “Ya veremos, más tarde quizá”, repuse. Y allí estaba yo, sirena varada con sobrepeso (mi bikini bien grande, no por recato, sino para despistar posibles miradas de desaprobación sobre mis volúmenes).

Levantando la mirada de vez en cuando hacia las palmeras del otro lado de la valla, árboles de movimientos perezosos, como las nubes y como los minutos, me decía yo: “bueno, parece que todo va bien. Relájate, mujer. Los niños van a estar un buen rato en remojo, los dos hacen pie, han desayunado bien, han hecho pis antes del chapuzón, se han dejado embadurnar y poner la gorra, no van a tragar agua, y si tragan un poquito de cloro tampoco pasa nada, ¿qué puede pasar? Un buchito de agua clorada no es nada, mujer, doña Agobio, mira qué bien se lo pasan”. Sonrío. “Me alegro de haber hecho este viaje. Y el hotel parece agradable. He visto carteles anunciando actividades de animación para niños. Y el mar está tan cerca. Todo va bien, mami.

Tan densa y arrulladora era la paz que se iba acomodando, como tórtola en una rama, dentro de mi normalmente estresado organismo, que, por un momento, aparté mi atención de la piscinita, de las palmeras y de todo, le hice caso a mi cuerpo y me di cuenta de que tenía sed. Avisé a mi hijo mayor: “oye, no os mováis, que voy a por un refresco ahí, ¿ves, hijo? Ahí mismito. A ese bar.” Me levanté de un salto y corrí al bar. Mientras me giraba a mirar a los niños pedí una limonada, pagué y regresé a mi puesto, rauda, como siempre, temerosa de perderles de vista un segundo. Todo en orden. Seguían allí, con las yemas de los dedos arrugándose como garbanzos en agua. Mis garbancillos incansables. Me senté de nuevo a seguir vigilando, bebí el refresco rápidamente y decidí meterme en el agua con ellos. Ah, aquello era vida. Y lo haría durar lo más posible. Una horita en remojo, por lo menos. Y en cuanto a nuestra estancia en sí, cabía la posibilidad de prolongarla un poco si, al final, nos encontrábamos a gusto. Habíamos alquilado la habitación doble por una semana, pero podríamos pagar un par de días más. Mis cachorros, riendo, salpicando, tan pequeños y a la vez tan grandes, con su piel reluciente y sus risas de delfines satisfechos, aunque el menor no hablaba, Ay Señor, pero sabía llamarme, pedir pis y señalarse el trasero cuando pedía “pun” para ir al retrete. Tan gracioso. Y el mayor, tan listo, tan responsable.

¿Recordarán este verano cuando se hagan mayores? ¿Seguirán compartiendo chapuzones y abrazos?

En fin. Allí andábamos jugando, ellos tan felices, yo tan tranquila, cuando, de pronto, el mayor grita “¡Mira mamá, un cacahuete!”. Yo miro a donde señala mi chico y veo un objeto de escaso tamaño, forma oblonga y color marrón claro flotando detrás de donde chapoteaba su hermano. Y veo que éste se había quitado el bañador, y que me mira y se señala el culete diciendo “pun, pun,pun”. El bañador flotando con el mismo rumbo que la cosa marrón. Y el mayor: “¡mira mamá, ahí va el cacahuete!”. Ay Señor. Agarro al pequeño por las axilas, protesta, lo siento en el borde de la piscina. Pesco el bañador, con la prenda en una mano pesco el cacahuete y miro alrededor no vaya a ser que haya un segundo cacahuete a la deriva. Le grito al mayor: “sal del agua, hijo, que nos vamos a secar y vamos a hacer la comida”. Protesta también, pero obedece. Envuelvo al pequeño en una toalla y disimulo. “Vámonos”. Pero ya se han dado cuenta las demás madres. A mis espaldas oigo un gran revuelo, murmullos: “no toques eso, Luisito”. Las madres y los críos saliendo a toda prisa. Mi hijo mayor me sigue al trote. Refunfuña: “pero mamá, hemos estado poco tiempo…

Yo, azorada, a paso ligero, voy pensando que aquella densa paz arrulladora no podía durar, ya me parecía a mí que iba a ser traicionera como la calma chicha, que presagia la niebla. Viene corriendo un empleado del hotel. Una madre se apresura a informarle del suceso. El empleado se aleja y regresa transportando unos conos de plástico que coloca en torno a la piscina. Yo sigo mi camino, apurada, con el pequeño en brazos y mi hijo mayor me pregunta: “¿por qué pone ese señor los conos alrededor de la pisci? “ Para que no se bañen más los niños”, respondo. “Pero,¿ por qué no se pueden bañar ya los niños?”, insiste. Y yo: “Porque el agua se ha ensuciado”. Mi hijo se asombra y exclama :“¡¿Se ha ensuciado?! ¡ ¿De verdad?! ¡Pero si solo había flotando un cacahueteeeee!”.

 


 

Mª Ángeles Rueda 

VIII Cuéntame el Autismo

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