¿Qué me pongo?
Cuando la noticia llegó, un miembro de mi equipo dijo “lo sabía, lo sabía” y otro añadió “estaba claro”. Para mí no. Este premio podrían haberlo ganado igualmente los científicos que desarrollaron los estudios sobre los biomarcadores en sangre para la detección precoz del Alzheimer. Lo que parecía un sueño hace poco más de diez años ahora es realidad: unos análisis no mucho más complejos que un hemograma corriente hacen posible que se detecten los cambios cerebrales que anuncian esa enfermedad. Allá por 2021 también parecía una utopía completar el mapa genético del TEA y, sin embargo, nosotros lo hemos conseguido. Los científicos de la universidad de California San Diego, de Harvard, de Stanford y los del Hospital para Niños de Boston, ya sabían que hay más de cien genes relacionados con el autismo; además plantearon la relación del TEA con determinadas mutaciones en zonas repetitivas del ADN y el papel de las mutaciones mosaico. Pero hemos sido nosotros, el equipo del CiMUS de la Universidad de Santiago de Compostela, quienes hemos terminado la labor de cartografía genética y predicción prenatal del autismo. Nos sentimos como si hubiéramos coronado la cima de un ochomil, aunque en realidad somos los afortunados que, guiados por el trabajo y las fatigas de otros escaladores y muchos sherpas, hemos llegado a poner un banderín sobre la roca desde la que se contempla un nuevo panorama para la ciencia. Les hemos tomado la delantera a los colegas americanos; ha sido por muy poco, la verdad. Y sin ellos no habríamos llegado aquí. Pronto mi equipo y yo estaremos en la fría y plácida Estocolmo, dormida entre canales. Diciembre nos trae el Nobel, Santa Lucía y la Navidad. Y ya me veo paseando por la plaza del obelisco o por el jardín del Rey, con un anorak y manoplas. Me contemplo a mí misma entrando en el edificio del Ayuntamiento, armonioso y rojizo, con su torre cuadrada mirándose en el agua quieta. Me imagino resuelta, elegante y digna, como caminaba Elke Sommer delante de Paul Newman en aquella película de 1963 titulada El Premio, historia de suspense en torno a la entrega de un Nobel en plena Guerra Fría. Gracias a aquel film me enamoré de Estocolmo y viajé a visitarlo en un verano del siglo pasado. También me enamoré de Newman, pero de él solo supe que era una criatura real cuando una amiga norteamericana me contó que había sido su vecina allá en Connecticut y le había visto en persona. Envidié los ojos verde-foresta de mi amiga solamente porque alguna vez se habían posado en los ojos azul eléctrico del actor. Sueño despierta, divago. Me pregunto cómo será la decoración del salón del banquete, qué platos misteriosos y exquisitos habrá en el menú. ¿Nos ofrecerán alguna variedad emulsionada o sublimada de arenque? ¿Sabré usar todos los cubiertos? ¿Me temblará la mano cuando tome mi copa de fino cuello dorado? ¿Podré ver de cerca a algún miembro de la realeza? ¿Vendrán los fotógrafos de la revista Hola? ¿Estaré a la altura de las conversaciones de mis compañeros de mesa? ¿Se me caerán las migas en el escote?
Por el pasillo central del Salón Azul, me veo caminando, despacio para no tropezar, para que no se me tuerza un pie sobre el tacón que no acostumbro a llevar. No sé por qué a ese afamado salón de altos techos y ventanas estrechas le adjudican el azul, puesto que sus paredes, creo recordar, son de ladrillo marrón, o bermejo oscuro. ¿Será por el tapiz del suelo donde solía lucir una gran N?
Imagino a mi hija, emocionada, olvidándose por un momento de las horas que no le dediqué porque yo estaba demasiado cansada para jugar con ella, o porque estaba, sencillamente, ausente, absorta durante horas y horas delante de un ordenador, reunida un día y otro día con mi equipo… mi sufrido, heroico equipo de investigadores.
Imagino a mis padres, desde el más allá, llorando lágrimas de orgullo porque, después de todo, esta hija les salió estudiosa.
Escucho mi nombre que, a través del micrófono, se amplifica y suena importante. Me inclino un poco para tomar la valiosa medalla de unas manos regias. Sonrío. Parezco alta por los altos zapatos que llevo y por el vestido de talle ajustado y escaso vuelo… el vestido…
De repente mi frívola ensoñación se para, cortada como una tarta de merengue por un cuchillo de sentido común: ¿qué vestido? De repente me he dado cuenta de que no tengo ropa adecuada para la ocasión. Faltan días para que me entreguen el premio Nobel de Medicina y yo no tengo qué ponerme. Intento visualizar el vestido que tendré que comprarme. ¿Será de raso, de tul, de color lavanda, celeste como la mirada de Newman?
Pienso en mi madre: “ Rapaza” me diría, ”¿Cómo es que todavía no has preparado la ropa?”. Y yo le digo, preocupada, un tanto harta de mí misma por mi poca capacidad de previsión para algunos asuntos prácticos y por mi nulo interés por la moda: “Ay, mamá, ¿qué me pongo, dime?”.
Ángeles Rueda
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