Flor se fingía dormida. Su cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla y sus ojos cerrados eran
inocentes, casi beatíficos. Pero fingía. No quería salir del coche. No quería entrar en el aula. La
voz melosa de su tutora y las promesas de que iba a ver vídeos de su cantante favorito
finalmente abrieron aquellos ojos vivos y pusieron en marcha dos robustas piernas. Flor entró
en la sala. Allí, recostado sobre una mesa, Ángel dormía de verdad, sin fingimiento alguno,
porque el cansancio lo había rendido tras una noche de sueño ligero y varios despertares.
Nadie sabía la razón de su mal dormir ocasional. Quizás el ángel de la guarda se olvidó en algún
momento de este Ángel y de otros muchos; quizás ese espíritu vigilante estaba mirando hacia
otro lado, distraído en un momento crucial como, por ejemplo, cuando los niños deben
aprender a dormir o a comer o a hablar. Cuando eso sucede, se sabe que los niños van
creciendo nerviosos o insomnes o flacos o mudos. Pero, en fin, recordemos, en descargo del
guardián de los niños, cuánta presión debe soportar en su intensa labor, pues son tantísimas y
tan difíciles de custodiar las criaturas humanas.

En el aula había dos compañeros más. Esperaban el rito de organizar el día sobre un panel
donde unos dibujos esquemáticos y coloridos les recordaban qué día de la semana era y les
anticipaban qué actividades realizarían. Allí estaban los dos, como dos pajaritos plácidos sobre
una rama. Uno, el más alto, llevaba unos abultados auriculares amarillos que lo protegían del
ruido. El otro, regordete, de nombre Fidel, se negaba a ponérselos, aunque el ruido le
molestaba también. Solía taparse los oídos con los dedos índice y corazón de cada mano y
expresaba sus deseos y preferencias mediante una máquina que les ponía voz, una voz
metálica que contradecía la suavidad de facciones y de carácter de Fidel. Pero voz, al fin y al
cabo, y palabras. El panel con los pictogramas, que así llaman a los dibujos mencionados,
prometía hoy un taller de cocina muy apetecible. Iban a preparar pizza. También era el
cumpleaños de alguien. Habría tarta. Pero Víctor, el que llevaba auriculares, no la comería
porque no soportaba las texturas blandas y pastosas de las cremas o los merengues y además
su dieta no permitía azúcares refinados ya que le provocaban una especie de borrachera, una
risa sin motivo y, en definitiva, una desconexión pasajera pero notoria de su entorno. Víctor
tenía, además, reflujo gastroesofágico y excesiva delgadez. Su ángel guardián se descuidó
cuando el niño estaba siendo gestado en el vientre de su madre y se olvidó de la primera tarea
que según el código de guardia angélica debe realizarse, esto es: observar dentro de la bola
traslúcida y ambarina donde flota el bebé para asegurarse de que todo, incluido el interior del
cuerpecito, está en orden. Así pues, nadie comprobó si los órganos internos del niño se
desarrollaban bien y este nació con una anomalía en el intestino que le llevó a quirófano a los
tres días de edad, le tuvo más de un mes en el hospital y le dejó un tanto descabalado el
sistema digestivo. Puesto que el niño había superado tantas dificultades ya en el comienzo de
su vida, sus padres decidieron celebrar su triunfo cada vez que dijeran su nombre, y por esa
razón lo llamaron Víctor, el vencedor.

En otra sala esperaba Dulce, quien fue nombrada así porque su madre le vio la cara en sueños
cuando aún le faltaban a la niña dos semanas para nacer. La madre, dice, vio la sonrisa de miel
y la seda brillante de su mirada infantil, redonda y tornasolada, pues su iris variaba del verde
claro al oscuro y de ahí al castaño claro según el capricho de la luz. Al llegar a la adolescencia
Dulce tuvo arrebatos de mal genio, gritos y manotazos que estuvieron a punto de amargar para
siempre a su madre. Pero los arrebatos pasaron, como nubes de tormenta, y Dulce volvió a
hacer honor a su nombre. Sabía leer y pintaba animalitos de ojos tiernos como ella. Era su
costumbre abrazar a compañeros y visitantes. Sus pequeñas obras de arte decoraban todas las
aulas y las mejillas de todos los compañeros llevaban, casi a diario, el dulce sello de un beso de
Dulce. Casi tan bien como ella se expresaba Fede, a pesar de que tartamudeaba. Fede también
era artista. Su destreza con los pinceles había llevado a sus padres a organizar exposiciones
donde el talento del muchacho impresionaba a todo observador. La elección de colores, la
composición, los temas, todo lo que Fede hacía en sus cuadros tenía una pureza cautivadora y
una energía poderosa, como la que se contagia a quien ve delfines saltando en el mar.

Junto a la entrada principal, atento al ir y venir de personas y al timbre, estaba Pedro. Alegre,
acelerado, risueño, hablador, servicial. Además de ayudar en portería, lo cual implicaba
conocer el mecanismo de apertura y cierre de la puerta, Pedro se ocupaba de saludar, dar la
bienvenida y preguntar a todo recién llegado “¿qué tal?”. Veloz y memorioso, repartía cafés en
la mañana. Sabía a quién le gustaba el café solo y quien lo tomaba con leche.

En las alturas, el sol rodaba ya cerca del cénit y la jornada de los jóvenes autistas en el Centro
de Día rodaba lentamente hacia el momento deseado de la comida y luego el reposo. En otra
dimensión, los ángeles de la guarda despistados se congratulaban, a pesar de sus
momentáneos despistes, porque veían que esos autistas estaban y estarán siempre rodeados
del amor incondicional de sus familias y educadores. En ese amor medran y ellos mismos lo
irradian, cada uno a su manera, como joyas únicas que son, y llegan a sentir la belleza de la
vida, lo cual es bastante más de lo que pueden decir otros muchos seres de la tierra.

 

Ángeles Rueda

 

Te puede interesar...
Share This
Ir al contenido