Los Jueves

¡Hoy es jueves! ¡Y los jueves son guays! Hoy es el día que viene a recogerme a salida del cole, mi abuelo Enrique. ¡El mejor abuelo del mundo!

Cuando vamos a comer a su casa y mi abuela reparte la comida, yo siempre protesto porque me pone mucha en el plato. Ella me riñe y me dice: “¡si no comes, no vas a ser tan alto como tu padre!”

Y le digo yo: “¡Pero es que mi padre es muy, muy alto, y yo no tengo tanta hambre!”.

Pero eso no le importa a mi abuela: “¡cómetelo y ya está!”.

Mi abuelo, en cuanto ella se da la vuelta coge comida de mi plato y se la pone en el suyo. Se ríe y me guiña un ojo. “¡Papá!” se oye a mi padre reñirle, pero él también se ríe.

A veces me cuenta historias de su trabajo. Creo que se aburre desde que se jubiló. Y por eso cuando estoy en el ordenador, no deja de decirme:”ahora pulsa aquí, y dale al “enter”, y esto y lo otro…”. Me entran unas ganas de decirle que lo haga él… Pero como me ha enseñado muchas cosas del “ordenata”, le dejo decir lo que quiera. (Con tal, de que no se ponga demasiado pesado…)

Cuando yo me enfado con mis amigos, o he tenido un día muy bueno en clase y se lo cuento a mi abuelo, él me cuenta lo que le ocurría en sus tiempos de escuela.

-“Cuando yo era pequeño, había en mi clase un niño que nunca hablaba, o cuando lo hacía no le entendíamos. No jugaba con nadie. Tenía juegos propios, pero siempre lo hacía solo, no tenía amigos del alma, (¿todavía decís esas cosas?)

Además de nuestra profesora, él tenía otra, que siempre le acompañaba y le ayudaba con sus fichas. ¡Bueno, con todo en general! A nosotros nos dijeron que era un niño Especial, y por lo tanto, debíamos cuidar de él. Teníamos que ayudarle y respetarle, porque él era distinto y no sabía hacer las cosas como nosotros. Ayudándole, las aprendería más rápido y mejor.

Todos colaborábamos a cuidar de Santi, desde los pequeños hasta los grandes; desde el conserje hasta el director; y no digamos los profesores. Todos conocían a Santi, y cuando se cruzaban con él, le saludaban aunque no obtuviesen respuesta.

Le encantaba la música, las canciones y alguna la cantaba a su manera, ¡claro! Cuando se cantaba, “El cumpleaños feliz”, fuese su cumpleaños o no. Él se emocionaba, saltaba y se reía feliz.

Cuando estábamos en la fila para entrar, siempre se ponía nervioso porque no le gustaba esperar. ¡Pero allí estábamos nosotros, para ayudarle!: le agarrábamos de la mano (aunque no quisiese) para que no se escapase. Y en el recreo, si se alejaba mucho, algún compañero lo acercaba al lugar donde estábamos.

A Santi, le gustaba hacer siempre lo mismo. Se sentía bien, conociendo sus rutinas: era el encargado de borrar la pizarra y de apagar las luces al terminar las clases; y había días en que no hacía falta ni decírselo, porque ya estaba en ello. Si tocaba recoger el material que habíamos utilizado, era el que mejor recogía. Sin protestas, ni malas caras, nada. ¡Si se recoge, se recoge!

Santi participaba en todo lo que se hacía en el colegio, ya fuese teatro, excursiones, bailes…, lo que fuese. Con un poco de ayuda porque si no, enseguida se aburría y se quería ir. Había veces, en que yo también me hubiese ido, porque algunas actuaciones se hacían un poco largas y uno se cansaba. ¿No te pasa a ti?

Fíjate, si le quería todo el mundo. Que siempre hay niños un poco pegones. De los que tienen la mano ligera. Hasta esos niños cuidaban de él, porque Santi no se metía con nadie. Era el niño Especial de clase y había que quererle mucho.

Algunas veces nos sorprendía: un día “la seño” sacó a Santi a la pizarra y le pidió que escribiese la fecha en la que estábamos, que era veintitrés. Él escribió veintidós.

“¡Noooooo!”, gritamos todos, y él comenzó a reírse y a saltar.

Aquello le estaba pareciendo divertido. La profesora le repitió que escribiera veintitrés, aguantándose las ganas de reír. Veinticuatro, escribió Santi. “¡Nooooo, hoy es veintitrés!”, le decíamos todos, en un cachondeo general. Santi se lo estaba pasando fenomenal. “La profe”, volvió a pedírselo, ya riendo. Y veintitrés, escribió él.

Entonces todos saltamos, gritamos, aplaudimos porque: era la primera vez que nos había dejado entrar a todos, en su mundo. ¡Había conectado con nosotros, a través de una broma! Ese día fue memorable, realmente memorable.

Al terminar el colegio, algunos fuimos al instituto. Pero no sé donde siguió estudiando, pues no lo volví a ver.

Muchos años después me lo encontré por la calle, iba con su madre. Entonces éramos ya dos hombres; pero él seguía tal y como lo recordaba. Como su madre me reconoció, se detuvo a saludar. Santi miraba el suelo, como si fuese lo más interesante del mundo, y repetía algo que no entendí. Cuando oyó mi voz, levantó la cabeza un instante, me miró fijamente y dijo: “Naranjito”.

Yo apenas me acordaba de que de cuando era pequeño me llamaban así, por lo que me sorprendió muchísimo el que Santi se acordase. Por muchos años que hubieran pasado y a pesar de su discapacidad, llamada autismo: ¡se acordó de mí!

Su madre y yo, dada la sorpresa, lo celebramos muy efusivamente. Ella con grandes muestras de cariño y yo le di unas palmadas amigables en el hombro…”

El abuelo deja de hablar. Y no me mira, creo que le brillan los ojos. Y parece emocionado.

– “¡Abuelo!, ¡me gusta que me cuentes historias!”- Y le planto un beso fuerte, como los de la abuela.

¡Yo quiero ser tan alto como mi padre, pero tan bueno como mi abuelo Enrique!

¡¡Me chiflan los jueves!!

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