A lo largo de este tiempo, escribiendo he aprendido muchas cosas.

He aprendido, que la lágrima que asoma en la cara de unos padres cuyo hijo/a ha sido recién diagnosticado, otro ya la ha llorado, y la han secado con su pañuelo de dolor, incertidumbre y por qué no, de esperanzas.

He aprendido, que el duelo, ese sentimiento doloroso que sentimos cuando perdemos algo querido, bien sea un familiar, un amor, el trabajo o algún lazo que consideramos importante, también se puede aplicar en nosotros, a esos padres que les han dado la terrible noticia que su hijo está enfermo o padece tal o cual trastorno. No importa de que trastorno estemos hablando. Hay muchas situaciones donde el duelo aparece, donde la melancolía y la tristeza son los reyes.

El duelo tiene cinco etapas, cinco partes que puede que no sean correlativas, sino que se vuelva de nuevo a una de ellas. O que la vida te instale en una.
Primero tendemos a negarlo, “no es cierto”, “no le pasa nada”, “esto no está ocurriendo”, “no me pude pasar a mí”… y siempre hay la esperanza de que todo sea un mal sueño que, de pronto al despertar todo vuelva a ser lo que era. O cerrar los ojos y mirar hacia otro lado.

Después cuando la evidencia es tal que no se puede negar, que la venda de tus ojos cae por su propio peso, aparece la rabia. La amargura que nos produce estar en esa situación, te lleva a un estado de enfado con el mundo, con los seres queridos o incluso con el objeto de tu pena.

Las malas contestaciones a los familiares más cercanos o aquel que intenta acercarse, es una reacción muy común: porque no entienden lo que te sucede, no saben entenderte, no saben ayudarte o no pueden ayudarte… Porque no hacen nada o lo hacen todo. Por una palabra o por un silencio.

Y la furia cae sobre aquel que no tiene culpa de nada. Sobre aquel, que desde el otro lado mira sin saber qué hacer, porque haga lo que haga, va a estar mal. Incluso puede a llegar a aparecer, inconscientemente, la envidia de ver, que los demás tienen una vida “idílica”, o tienen trabajo, o unos niños “perfectos”, o el amor…

Cuando por fin, se comprende que la rabia es tiempo perdido, que toda esa energía que se gasta enfadándose con el planeta, porque gira como gira; que es aire sin respirar, aparece la negociación. La búsqueda de información, de terapias sanadoras, de clavos ardiendo, de algo que revierta la situación. Se necesita el qué, porqué, cómo, dónde y cuándo. Se resiste a creer que, el momento que se vive vaya a ser permanente, se busca la causa del problema e intentar solucionarlo: ” y si hago esto…”, “y si…”, “y sí…”

Pero no hay vuelta atrás, el mundo gira en un sentido y el río siempre termina en el mar. Hundidos, derrotados y conscientes, sobreviene la depresión. La pérdida de peso, la tristeza más profunda, puede que de deseos innombrables, y un universo en las espaldas. En ese momento, las palabras sobran, hacen falta los abrazos más cariñosos, las caricias, un apretón o un dulce roce en la mano.

No se puede animar haciendo ver que la cosa pudo ser peor, hacer ver lo rosa de la vida, las comparaciones… Porque en el espejo rebota lo que hay aún peor y lo que hay aún mejor, aún mejor… Entonces no hay consuelo.

Así que, el mejor consuelo es la compañía, el hombro donde llorar, el pañuelo donde agotar el alma. Y por supuesto la ayuda profesional. Imprescindible.

Puede tardar en llegar, cada uno a su ritmo, pero una vez que la vida te sacude con su realidad.

Que veo, ves, vemos, ven que, se es necesitado, que dejarse arrastrar al agujero negro es detener el reloj de la vida, se acepta. No se es feliz, sino se está tranquilo. Aquello que te hizo sufrir, ya se ha mitigado, se ve desde otro lado, es levantarse y andar hacia adelante.

Es el momento, es la hora de vivir. De vivir, como se es, se está, se tiene y se quiere.

Y, puede que la felicidad asome la cabeza por alguna puerta, por alguna ventana. Pero el aceptarlo, no significa que no se caiga por el camino, que la abrumadora sensación de no llegar, te acorrale durante un tiempo. Sacudirse, lamerse las heridas y volver a la vida, es lo que queda.

SILVIA ABRIL FUENTES

 

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