Cuando me siento noto que el banco del parque está húmedo, coloco unas revistas con las últimas ofertas de algún supermercado, siempre las llevo encima, a mi hijo le encantan las fotos de yogures, chocolates y galletas rellenas. Abro el libro. Después de leer el mismo párrafo dos o tres veces levanto la vista. La hierba del parque está cubierta de hojas secas y quebradizas, los nervios antes erguidos y blancos se han convertido en filamentos delgadísimos de color marrón por los que ya no corre vida. Paso la página. Sobre la arena, con las piernas cruzadas como los indios, es lo primero que aprendió en el cole, Javier las aplasta, las estruja entre sus manos de dedos anchos y cortos para oír el crujido, para escuchar el sonido que producen cuando las encierra en su puño. Luego desprende las yemas de los dedos de la palma de la mano para dejar caer los pedazos, lento, muy lento. Con la mirada escondida detrás de sus gafas de pasta azul recorre el descenso desde su mano hasta el suelo hasta dejarlas vacías, la mano, la mirada. Los otros niños suben y bajan del tobogán y el columpio, juegan al balón o se sientan en la arena con los cubos, palas y moldes, para hacer flanes y figuras con forma de peces, barcos o cangrejos. De pronto se levanta, camina con paso torpe y pesado, y empiezan los ruidos, sus ruidos, sonidos guturales característicos; un pie tras otro, ahora las pisa, las hojas, pero ya no las oye, no las puede oír, el murmullo continuo se lo impide, Javier deambula al ritmo de sus ruidos. Los niños se paran, el columpio deja de volar, el tobogán de deslizar risas atropelladas, y las palas, cubos y  moldes quedarán abandonados durante algunos minutos. Se acercan a él y lo miran, desde atrás, por la espalda. Uno de ellos, sólo uno de pelo rubio cortado a tazón, se atreve a hablarle – niño, cómo te llamas – pero no contesta, no puede contestar, no puede oír. Mi hijo ha encontrado un rayo de sol que se cuela entre las ramas vacías de los chopos, y se dirige a él, alza la cabeza, cierra los ojos y entona su oración intensa mientras una franja de luz calienta su cara redonda. El niño rubio le toca con un palo, toca la pernera de su pantalón mientras le sigue llamando – niño, niño – y, ahora sí, se detiene, se gira, agacha la cabeza y comienza a mover brazos y piernas en una especie de temblor desacompasado, los ruidos se hacen más agudos e intermitentes, y les acompaña una sonrisa que transforma su cara. El niño de pelo cortado a tazón se ríe, los otros también, lo señalan  y corren a sus toboganes, sus columpios y sus cubos recostados en la arena. Él va tras ellos con esa sonrisa tan amplia que le hace los ojos más rasgados. Los niños se apresuran para que no los alcance y empiezan un juego en el que siempre ganan los mismos, hasta que Javier se cansa. Quieto, muy quieto, cuelga su mirada en algún punto del horizonte.

Un hombre acaba de llegar, se sienta en otro banco, abre una caja de plástico y se lleva algo a la boca. Javi presiona con el dedo índice el cristal de sus gafas contra el ojo para enfocar la imagen, que le debe resultar borrosa, acelera sus pasos y se sienta junto a él. Tiene barba, una barba blanca salpicada de pelos amarillentos a juego con los que asoman por debajo de la gorra vieja de cuadros marrones y verdes. El espacio que dejan libre en sus mejillas es sonrosado con venitas rojas que se marcan por encima, tan rojas como la punta de su nariz hinchada. A los pies, una bolsa de esas de hipermercado en la que se aprecian sólo algunas letras verdes medio destintadas  P R  Y     A . A su lado, una funda abombada de cuero  viejo que un día fue marrón, con  cierres metálicos desprendidos en los extremos. Con un brazo apoyado en el respaldo del banco, sujeta la caja de plástico transparente de la que saca trozos de pollo resecos. Javier acerca la cabeza hasta ponerla a la altura de la suya y emite un clarísimo ¡uuhm! acompañado de una sonrisa complaciente. En ese momento, doblo la esquina superior de la página ochenta y seis, cierro el libro y lo dejo caer sobre el banco. Me dirijo a ellos e intento separar a mi hijo sin éxito. – Déjelo señora, no pasa nada. – No respondo, forcejeo con mi hijo hasta arrancarlo de su lado, su compañía me resulta incómoda, consigo sentarlo al mío. De nuevo aparecen esos sonidos desagradables que se desprenden de sus cuerdas vocales, más graves, más broncos; no le gusta, a Javier no le ha gustado que le retire de su lado. El hombre de la gorra de cuadros cierra la caja con los restos de comida, la mete en la bolsa, saca un trozo de papel y lo restriega contra su barba, luego lo pasa por sus manos y abre el estuche. Después de acomodar el violín entre su hombro izquierdo y el mentón, frota con lentitud el arco contra las cuerdas, las cuatro cuerdas. El parque, húmedo y ya frío, se inunda del llanto triste y agudo que brota de sus manos. Sale disparado del banco, como el muñeco pegado a un muelle al destapar la caja en la que dormita y, sin darme tiempo a reaccionar, se acerca al violinista, se para frente a él, ladea la cabeza y enmudece. Levanto la cabeza del libro y lo observo, no lo mira, Javier no mira al músico, sólo escucha el sonido mágico que le aquieta. Su rostro se transforma poco a poco y en sus ojos se empieza a acumular el agua hasta que, de pronto, las lágrimas se despeñan contra sus mejillas. Segundos después irrumpe el llanto violento. Me acerco, le limpio la cara con mis manos y lo abrazo. Fuerte. Muy fuerte.

 

 

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