Cuando yo era pequeña “Mi parque” ni siquiera tenía nombre, o sí lo tenía, nosotros en el barrio lo ignorábamos.

Estaba, eso sí, envuelto en un halo de misterio. Era una isla rodeada de fábricas en un barrio obrero, y a todos nos seducía su verja de color verde-agua que nos dejaba entrever un mundo que empezaba tras sus grandes arcadas, y continuaba entre árboles, paseos adoquinados y un sinfín de maravillas tejidas en nuestra imaginación.

La parada del tranvía  estaba junto a esta verja, y a menudo, mientras esperábamos su llegada, yo metía mi nariz por la filigrana de sus barrotes, intentando atisbar los príncipes y las princesas que lo habitaban.

Alguna vez tuve la suerte de ver aparecer, sí no la carroza, el mercedes negro de la familia, y como por arte de magia al guardés  que vivía en la casita de entrada, apresurándose a abrir la puerta, mientras saludaba respetuosamente a los ocupantes del coche. Mientras yo, apartada a un lado, cruzaba mis ojos con un niño más o menos de mí edad al que  interrogaba calladamente sin pudor: ¿Quién eres? ¿Qué haces? ¿Qué miras?, obteniendo como respuesta, solo un reflejo de mis preguntas: ¿Quién eres? ¿Qué haces? ¿Qué miras?

No mucho después, quiso la casualidad que mi hermana pequeña fuera compañera de colegio y de juegos, de Sonia,  la hija de los guardeses, y pudiese cruzar aunque solo unos metros aquella verja verde.

Así pude enterarme del nombre del niño de grandes ojos, con el que mi prima Luci,  había prometido casarse algún día. Sonia también nos contó, que al fondo del camino, al final, había un palacio, y un lago, y dos ríos, y tres molinos, y…

Lo que solo hizo confirmar mis sospechas del mundo que allí existía y de los personajes de cuento que lo poblaban.

Quién iba a decirme que muchos años después, aquella finca sería un parque público y que yo podría pasear por entre las acacias,  recordando nostálgicamente y preguntándome si aquel niño, que por supuesto no acabó casándose con mi prima, se pasearía también buscando todo aquello.

A diario lo cruzo apresurada, camino a mi trabajo y curiosamente los príncipes y princesas imaginados existen, solo que no quedan en esta parte; están al otro lado del parque.

Descubrí,  que tras la verja  existen buenas y malas personas… guapas y feas, y en algunos casos con unas capacidades asombrosas; difíciles de emular.

Os podría hablar de Ana, o de Luis que con una caja de lápices de colores crean espectaculares dibujos. Os contaría cosas sobre Edu, que tiene una mente matemática capaz de realizar operaciones aritméticas de cabeza; os podría hablar de mil y una historias,  con sus peculiaridades y sus identidades, pero quiero que conozcáis al peque del grupo.

 Se llama Héctor, y aunque no es el más joven, sí el más vulnerable.

Tiene la mirada perdida en algún punto lejano, siempre detrás de ti.

Le gusta hacer puzzles y rompecabezas, que sorprendentemente logra montar en un tiempo record. También le gusta la música y nos hace sonreír cuando le oímos tararear las canciones que se escuchan en la radio, algunas veces, incluso cambiándoles la letra.

Si le enseñas una lámina con un caballo, o una vaca y le preguntas qué es, te dice “Cironte”; si es un animal pequeño, “es un caracol” y te sonríe o tú piensas que te ha sonreído, pero sonríe…

Siempre se refiere a sí mismo en tercera persona.

–       “Quiere comer” “Dale eso al niño”

A menudo, en la mesa, se bloquea y para de comer, hasta que alguien le pincha una patata en el tenedor y se lo ofrece. Él,  coge el cubierto y sigue comiendo, hasta que de nuevo para, olvidando, lo que estaba haciendo.

Le encanta el ordenador, y todo lo que tenga que ver con las nuevas tecnologías le llama la atención. Asombra como los maneja.

No le gusta que le toquen; una simple mano en su hombro, provoca de inmediato su rechazo, pero a él le gusta besar y abrazar a quién él quiere y cuando él quiere.

Cuando conocí a su madre, me pidió cogiendo mis manos “Cuídamele” como si alguien pudiera dejar de hacerlo.

Algunas veces, sí le ato los cordones o le pincho un trozo de tortilla, Héctor deja su mirada perdida, y por un momento me mira los ojos, en un “creo yo” reconocimiento.

A mí me  llama Marisol. Cuando pregunté intrigada a sus padres, quién era Marisol, me dijeron que Marisol es el nombre de su hermana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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