Le pregunto “¿cuánto me quieres?… “muchímimo” responde, mirándome a los ojos, y dos hoyuelos se le marcan cerca de la boca, con una media sonrisa…

Hace un año apenas me miraba a los ojos, y yo me preguntaba si al hablarle, él entendía lo que yo le estaba diciendo. Comencé a hacer pruebas, para comprobar si entendía… lo primero que le enseñé fue la frase “no pasa nada”… al principio la decía yo sola, cuando subíamos en el ascensor hasta mi piso, que era un octavo… y él se aterraba de verse allí, encerrado… cuando en la calle sonaba algún petardo, que a él le provocaba una carrera alocada, una estampida… cuando se nos acercaba una grúa o un camión de basura a cargar un contenedor y él entraba en pánico al escuchar el ruido unido a las luces amarillas intermitentes… cuando veía un manojo de globos con un “globero” en cualquier calle peatonal…

El “no pasa nada” se convirtió en nuestra muletilla para tranquilizarse, ya que él pudo observar que esas palabras mágicas tenían el poder de anticipar algo que luego sucedía en la realidad… que no pasaba nada… así que, comencé por decirlo yo, después solo decía las dos primeras palabras… “no pasa”, y él decía la tercera… “nada”, y ahora, cuando vamos por la calle y suena un trueno, viene una máquina de fregar la acera, con esos rodillos tan bestiales que echan agua y aire, y hacen tanto ruido… o pasamos por algún parque donde un jardinero corta el césped o el seto pertrechado con gafas y orejeras… con ese sonido tan espectacular de las sierras mecánicas… el “no pasa nada” aparece en sus labios como por arte de magia, en todos los tipos de tonos posibles… fuerte, bajito, como un susurro, estilo “grito”, por etapas (no… pasa… nadaaaaa…)  y siempre se hace realidad, ya que nunca pasa nada… se ha convencido de que los sonidos fuertes, incluso acompañados por algún tipo de luz, son tan normales.

Este convencimiento al que él ha llegado, me ha traído mucha tranquilidad para sacarlo de paseo al parque, a “recaos”, al súper… pues ya se que es más difícil que pueda escaparse corriendo al medio de la calle en alguno de los ataques de pánico que le solían invadir ante situaciones que cualquiera vería tan normales…como unas piezas de ropa tendida en las cuerdas; el viento que mueve el faldón de un toldo; una ráfaga de aire que le azota la cara; la luz intermitente del techo del camión de la basura; el sonido de una grúa que vacía un contenedor de plástico lleno de vidrio…

La primera vez que nos encontramos con la máquina que friega las calles, con esos cepillos redondos tan enormes restregando la calzada, me trepó, igual que si fuera un árbol… se agarró a mí y, poniendo sus pequeños pies sobre mis rodilla, subió con una rapidez tan enorme por mi cuerpo, que de pronto me sentí palmera… sus chillidos eran tales que el conductor la paró… pensando que al niño le pasaba algo. Se bajó del volante y, mientras yo tranquilizaba al niño sujetándolo, le pude explicar lo que supone este trastorno, a grandes rasgos por supuesto… y cuando nos ve,  me dice hola con la mano y baja la intensidad de las revoluciones “cepilliles”… aún así nosotros cruzamos de acera, evitando máquina y conductor… ¡¡temo ser trepada!!

Otra frase que nos ha sido de mucha utilidad ha sido “ni se te ocurra…”, dicha un día de casualidad por su pediatra, ante la terrible situación de verlo pegarse tortazos en la cara con toda la fuerza que se puede dar un niño de siete años que aparenta once…y dejarse toda la cara marcada, arañarse… vamos, una rabieta con todas las de la ley… El pediatra, Ángel, que ya es mayor, cuando lo ve, recordando la rabieta en directo que presenció, le dice “ni se te ocurra…”, y él dice “pegarte…”, “porque te pones…” dice Ángel, “malito” dice él,  “y” continúa el médico “te haces”… “daño…” dice él… “y te pones…” “ronco” terminando la frase… Esta frase ha supuesto un cambio muy importante en su comportamiento, ya que cuando él se va a pegar tortazos, me mira fijamente y hace el amago de darse… entonces yo digo “ha dicho Ángel que ni se te…” Y él comienza… “ocurra pegarte…” y entre los dos comenzamos una parrafada que le retrasa, y algunas veces evita por completo, la rabieta, o al menos, me da tiempo para saber y observar qué le pasa, si tiene calor, o sed, o hambre, o frío, o sueño, o dolor… cosas que para nosotros son tan fáciles de identificar, y que para ellos son sensaciones que los invaden súbitamente y que no saben como catalogar y les obligan a reaccionar de una manera impredecible.

También estas frases nos vienen bien para llegar a acuerdos, ya que, quizá si quiere algo y yo se lo niego, él, que es muy inteligente, hace amago del comienzo de la “secuencia del tortazo…”, entonces yo aprovecho para meter la cuña “si te pegas, no salimos a la calle…”, o no hay chuches, o no hay bici…piscina… parque… y la frase tiene un efecto fulminante para abortar la rabieta, dado que si él quiere conseguir algo que le gusta, ya sabe que no se tiene que pegar… “potase mú mien…” (portarse muy bien, dice…)

Algunas veces suda a mares, se da tortas, grita, se balancea de forma compulsiva… le cojo las manos… lo sujeto… “eso se llama calor, se llama calor… calor…”, “ven quítate la camiseta, venga, los calcetines… ven, vamos a beber agua…”  Poco a poco se va calmando a la vez que se va refrescando… me mira con lágrimas aún. “caló”, dice… “sí, no hay que pegarse, hay que quitarse la ropa… okey?” “Okey, Mackey”, y chocamos las manos. Su mundo sin estructura no sabe de nombres, solo sabe que de pronto siente algo que no puede manejar, una sensación que lo invade y no controla…

Hace un año, casi no hablaba… su voz era gutural y cuando emitía algún sonido resultaba extraño, yo pienso que su aparato fonador, todavía nuevecito y sin estrenar, no sabía de sílabas, tonos y timbres. Yo, aprovechando que él es muy de repetir, estereotipias, movimientos, acciones… aproveché para encauzar esta compulsión por la repetición, para conseguir que esos sonidos que comenzaban a salir de su boca, se convirtieran en palabras a base de repetir… y lo he conseguido. Su repertorio ahora es bastante grande, y cada día aprende más a “nombrar” las cosas que quiere, sustituyendo ese “no” “no” señalando con el dedo índice, para conseguir las cosas… además de las frases hechas que ya tenemos entre los dos para conseguir estabilidad, evitar las rabietas, o al menos retrasarlas, y expresar sensaciones poniéndoles palabras muy concretas.

Ya sabe que “mucho” y “muchímimo” son distintos, sobre todo cuando se trata de cosas de “quereres…” y casi siempre los “muchímimo”, van acompañados de abrazos, acurrucamientos, besos… y también sirven para conseguir las cosas que le interesan… como, por ejemplo, ponerse la camisa “lila-modada”… (lila y morada), su preferida…

 

Carmen Díaz. 14 de Agosto de 2012

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