Una semilla de amor

Autora María Perez Parra

 

“La semilla aguarda escondida.

La tierra anhela su fruto.

Y el tiempo acelera el deseo.

¡Ha llegado tu momento!

¡Tú fecha!

Abre tu corazón y encontrarás tu amor “

Apenas han pasado diez años del nacimiento de Rodrigo. ¡Cuánta ilusión! ¡Cuánta felicidad! ¡Cuántos planes de futuro! “Será rubio cómo el abuelo Fernando y tendrá los ojos de la abuela Irene”- decía henchida de orgullo Sonsoles, cual tía primeriza. “Seguro que le gustará el futbol pero jugará al tenis como su padre”- comentaba contento su abuelo Félix, anticipando las horas que compartiría con su nieto. Félix había sido un gran tenista. Se encargó de que su hijo lo fuera y por supuesto no iba a ser menos su nieto. Todos aportaban su granito en el futuro de Rodrigo. Incluso sonreíamos al escuchar a mi padre decirle a mi madre con gran preocupación “Inés, ya puedes ir hablando con tu amiga la directora del colegio Los Rosales para que cuente con Rodrigo. Tiene que seguir la tradición familiar”.

Algo se “quebró”, hace ya seis años, un frio día de principios de noviembre. El aire danzaba entre las callejuelas lanzando hojas secas y arena. Con cada ráfaga silbaba y bufaba con notas desafinadas, quejosas y repetitivas. Tan repetitivo como el mensaje que se instaló en mi cabeza “Rodrigo es autista, Rodrigo es autista”- nos dijo Isabel con tono afectado. El diagnostico médico vino a confirmar los miedos que en los últimos años, vivían agazapados en el rincón más alejado de mi inconsciente. Miradas que no se encuentran, rabietas sin sentido, los juegos aislado bajo la mesa, esa devoción por el helado a vainilla y los “desaires” al resto de niños en el parque. En ese momento todas esas “rarezas” tenían nombre. Un conjunto de emociones, que siempre habían estado ahí, calladas, acurrucadas, pujando por ser visibles. Se fueron abriendo paso y luchaban por tomar la delantera, ahora tristeza, ahora miedo, ahora ira, ahora desesperanza….Una mano se instaló en mi cuello. Me oprimía e impedía que pudiera gritar mi dolor y angustia. “No puede ser posible”, “Es una equivocación”, “Rodrigo, mi Rodrigo, mi niño, mi amor…” “¿Por qué a él? “ “¿Por qué? ¿Por qué?” Palabras que se quedaban atravesadas en mi garganta, amenazando con ahogarme. Mis ojos encontraron los de mi madre, no me había dado cuenta que estaba a mi lado. Me mecía con dulzura y en un dialogo de miradas, cómo cuando era niña, liberó mis temores y preocupaciones. “Hija mía, Rodrigo también es nuestro niño y tendrá todo lo que necesite”. Esos ojos, también los de Rodrigo, mostraron tanto amor que hoy en día todas esas preguntas siguen sin respuesta. Pero con gran esfuerzo y trabajo, me digo. “Hay cosas que no tienen un porque” “Rodrigo es Rodrigo, no podría ser de otra manera”. He aprendiendo que la persona se va formando en el día a día: en su relación con el otro y consigo mismo, en su esfuerzo por ir superando el sinfín de obstáculos que plantea la vida, en salir victorioso del primer día de cole, en sentir el agua y la placida sensación de flotar el día que aprendes a nadar, en terminar ese jorobado puzle de flores que tanto se resistía… Hoy soy capaz de valorar y amar la diferencia, porque Rodrigo, al igual que el resto de nosotros lo es. He tenido la gran suerte de formar parte del universo de Rodrigo y que él forme parte del mío.

Todavía hoy recuerdo el contacto de su piel de recién nacido. La suavidad de su manita prendida a mi dedo y aquel olor acre al mamar de mi pecho. En ese momento, el amor depositó una semilla en mi corazón y lo único que ha hecho es crecer e ir profundizando en él, como las raíces de un gran roble, fuerte y sabio. Tan fuerte y sabio cómo Rodrigo. Supongo que no es diferente a lo que sienten otros padres por sus hijos, por lo que mi historia de amor no es diferente a la de los demás.

 

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