ESTER, Y LAS TIRITAS MÁGICAS

Desde hace un mes y medio que vivo muy triste. Aquel día era martes, y una llamada me dio un puntapié que me hizo caer de las nubes;  la voz de mi hermano sonó especialmente oscura; casi tan negra como la nueva carcasa del móvil por el que tuve que escucharle decir que su hijo, Elías, como ya sospechaban, era autista. Fue entonces, a los pocos minutos de colgar, cuando noté que la condensación de algodón que siempre había habido bajo mis pies, se esfumaba de golpe.

Tras saberlo, la primera vez que me acerqué a su casa, en el bus, me sentía tan aturdido como una mosca que aleteaba a mi alrededor, y que, de cuando en cuando, rompía la monotonía transparente de la ventanilla al posarse en ella; así que hice el camino casi imitándola, revoloteando y revoloteando entre montones de pensamientos grises. Me aterraba la idea de enfrentarme a aquel pequeño y no saber qué hacer; o de que me entrasen ganas de salir corriendo. En unos minutos, yo, que desde hace tiempo no concibo la vida sin abrir mi alma a los demás, estaría acuclillado delante de él, sintiéndome totalmente invisible, y sin dejar de pensar en los millones de cosas que ese niño estaba a punto de perderse.

Abandoné el último peldaño del bus, y en el escaparate de la farmacia, vi mi reflejo, inmóvil, clavado en el asfalto. ¡Qué extraña me parecía ese día la calle de mi hermano!, con aquel sol anaranjado, infernal, lamiendo la fachada y la puerta, y arrancándole destellos al pequeño timbre metálico que me esperaba. Aparté la mirada un momento, para pararme a observar la pequeña herida que había en uno de mis dedos; escocía, y en ella, decidí encontrar la escusa con la que ganar unos minutos antes del momento inevitable.

Adentro se estaba fresco, y la vieja Ester (sin hache intercalada, como ella aclaraba siempre que decía su nombre), lustraba los botes cerámicos del viejo mostrador. Siempre estuve enamorado de aquella diminuta farmacia; plagada de muebles con cajones que tan solo contenían lo imprescindible para acabar con los males de siempre; escueta hasta la saciedad; breve. Tan breve, que cuando le pedí unos apósitos con que cubrir mi herida, la mujer solo pudo ofrecerme para que eligiese, una caja de tiritas con pequeños osos de peluche dibujados y un rollo de esparadrapo, de ese que te deja tatuada la piel con su pegamento durante días. Aspiré una bocanada del aire aséptico y blanco que llenaba la pequeña tienda, y tras convertirlo en disimulado suspiro, solo por compromiso, compré las tiritas de los peluches. De paso, mientras Ester trajinaba con parsimonia su abrir y cerrar de la registradora, mi reloj ganaba otros pocos minutos que aproveché para que mi dedo corazón quedase vendado bajo una montaña de ositos rosas.

El resto de mi día trascurrió igual de extraño que había empezado; no sabía muy bien qué hacer, cómo moverme o qué sentir. Hubo silencios, miedo; e incluso, a ratos, una quietud que llegaba a doler. Pero, en mitad de la tarde, ocurrió algo insólito. Todavía envueltos en silencio, la casualidad hizo que Elías y yo comenzásemos un juego absurdo; y el tiempo, hasta que la caja de tiritas quedó vacía, se nos pasó volando; él, despegando de mi dedo la que ya llevaba puesta, y yo, haciendo caso a su mirada, y poniéndome una nueva.    

Desde entonces, todos los martes, a esta misma hora, cuando me bajo del bus frente a la farmacia para mi visita semanal, hago una tregua con mi tristeza y sonrío. Después, entro a la tienda, le pido a Ester una de esas cajas de tiritas mágicas, y me voy directo a charlar un rato con Elías; eso sí, siempre a su manera.    

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