Dando un paseo

Autora: Marta G. Córcoles

Paseando. De camino al parque. Andamos callados. Callados y felices. Recorremos varias calles de la ciudad y por la hora, nos cruzamos con mucha gente. Gente que no tiene nada que ver con nosotros pero aun así nos mira y nosotros los miramos. Unos sonríen, otros no se dan cuenta, pero Pablo siempre busca y busca hasta conseguir lo que quiere. Esa sensación de victoria que le hace sentir como el Cid Campeador.

En su mente las ideas surgen como un volcán y sus manitas inquietas buscan incansables sensaciones nuevas una y otra vez, algo que en algún momento puede que yo hiciera pero ya había olvidado. Solo tiene tres años, pero creo que llevo toda mi vida queriendo quererle.

Al fin llegamos al parque. Su territorio. Tiene claro el itinerario. Corre acelerado en busca de otros niños o simplemente hacia el columpio, pero a cada paso se deja mecer por el movimiento y la propia respiración exaltada que produce la maravillosa sensación de un parque en primavera.

Cada día parece nuevo con él. El detenimiento con el que estudia cada hoja, la sensación de acariciar la tierra con la mano o la satisfacción con la que mira a un pato comiendo el pan que le hemos echado. En esos momentos sé que no me había dado cuenta de lo que era la vida. Y casi se me escapa.

Pese a la amplia variedad de colores, texturas y sensaciones de la que disponemos a nuestro alrededor, Pablo me guarda siempre un hueco para jugar con él. Conseguir captar su atención es un agradable reto que me hace agudizar los sentidos y no olvidar lo intensa que puede resultar la satisfacción de saber que he conseguido sorprenderle y que me regale así una de esas carcajadas que hacen que se enmudezca el mundo por un momento.

Nos gusta jugar al escondite. No trato de encontrarle, sino que busco la manera de acercarme lentamente. De forma atropellada y grotesca, para que mientras se oculta y me vigila, sienta como la adrenalina va marcando el compás de un baile que hasta él mismo sabe que terminará entre mis brazos. Un abrazo que sujete bien fuerte el corazón a su pecho. Y que me recuerde ese instante cada vez que le eche de menos.

Otras veces busco su mirada. Pero no siempre me la regala porque se instruye en muchas cosas. Un insecto en una flor, un palito de helado enterrado en la arena o un trozo de lo que alguna vez fue un juguete. Cada historia es única y él siempre impaciente por descubrirlas todas. Merece la pena contemplar lo que nos rodea solo por el mero hecho de sentir cada sensación como si fuera la primera.

Y mi juego preferido. Dar vueltas a la sombrilla. Una carrera frenética sin fin que podría acabar con Goliat a la tercera vuelta. Resultaría fácil cambiar el sentido por un segundo y tropezar con el insensato, pero no. Es mucho mejor acabar exhausto a las diez o quince vueltas. Porque en cada vuelta es donde sus ojos, claros y abiertos como el
océano, se entrecruzan con los míos y me recuerdan que el amor existe y se esconde en esa pequeña mirada.

Ya es algo tarde y, aunque puede ser que yo lo lamente más que él, ambos sabemos que debemos volver a casa. Es más complicado intentar convencerle de que en casita estará mejor, por lo que me rindo a su juego y le seduzco con chuches para evitar una lágrima innecesaria.

Los ecos del griterío infantil se difuminan al caer la tarde como el humo de una fogata. Y ya en calma, se vislumbra la figura de esos parques melancólicamente patéticos que sufren la ansiada espera de otra intensa jornada de juegos de infancia.

Es admirable la sensación de saber que se ha hecho un buen trabajo. Tanto que Pablo ha dejado de atender a su interesante mundo. Ha cerrado los ojitos hasta poder abrirlos acurrucado junto a su mamá y que le haga unas cosquillitas muy ricas justo antes de dormir.

No le voy a poder querer lo suficiente como para agradecerle lo que ha hecho por mí. Es difícil entender como un niño tan pequeño puede mostrar tantas cosas. Pequeños detalles que hasta ahora había dejado escapar. Sentimientos y sensaciones que nunca hubiera sabido que estaban tan cerca hasta que él me lo ha enseñado.

Yo sé que le veré de nuevo en unos días, pero exprimo cada segundo, arrastro los pies si cabe para no llegar a casa. Y seguir respirando de su respiración. Y seguir disfrutando de su latido, complacido por la experiencia. Algo irrepetible que repetiremos la próxima semana. Pero que nunca será igual.

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