LA ESENCIA DE MI CONSUELO

Autor:  Juan Antonio Piñero Jiménez

 

Tan inevitable como una nube que apaga el sol unos instantes, el sueño vence a Fabio de una forma irremediable y rotunda, apagando una energía que en algunos momentos parece infinita. Y es en ese momento donde pierdo media vida recreándome en él.

Esta vez ha coincido en el centro del sofá que él ha hecho suyo, donde sentado, desde su sueño desafía a la gravedad  y a mi lógica y me imagino que cuando se despierte vendrá a contarme sus sueños porque en el despertar de un niño no hay nada más importante en el mundo que compartir su sueño, y lo oigo y escucho su voz limpia y clara resonando por la casa.

Y cuando de verdad despierta me mira un instante y me dedica la sonrisa más pura que jamás he visto, y como un relámpago rodea mi cuello con un abrazo impreciso, fugaz, demasiado apretado para ser racional, pero ¿qué amor de verdad es por completo racional?

Y un momento después ya está de pié y corre hacia la habitación y le pregunto por su sueño pero se va salpicando el suelo de pequeños saltos y reparte su risa nerviosa por la casa, y le llamo, y le miro, y le alargo la mano, y suspiro, y le quiero, y salta y ríe…  y por qué callarlo, lloro.

Pasa la tarde más o menos pendiente o indiferente, dependiendo de motivos o intereses que él sólo entiende. Hasta que llegan a él unas palabras que bien pudieran parecer mágicas y que entran en él dejando en OFF el interruptor de la indiferencia.

– ¡A cenar chicos!

Entonces Fabio va por su sillita que es idéntica a la de su hermano con la única diferencia que en el respaldo cada una tiene su nombre. Yo no sé en qué momento, ni cómo, ni por qué aprendió cual era la suya pero desde muy pequeño siempre mira el respaldo para asegurarse que coge la correcta.

Y después de dejarla en el sitio establecido para cenar va hasta el segundo cajón donde se guarda el mantel porque un día, sin que nadie le dijera nada, se echó la obligación de ponerlo antes de cada comida, luego se sienta a esperar el tiempo que sea necesario a que llegue su cena sin protestar tardanza alguna.

Una vez sacia su apetito el interruptor vuelve a colocarse en ON y se mantiene en la mesa sólo por indicaciones e insistencia nuestra, y se queda en esa posición hasta que llega la hora de los cuentos en las que las hojas para él pasan demasiado lentas e intenta adelantarlas hasta que poco a poco vuelve el sueño a ganarle la batalla y se adueña de sus noches mientras a mí me desvela madrugadas y en la terraza el abrigo de la noche me hiela las heridas del alma, esas que nunca se cierran, y lleno la oscuridad del cielo con silenciados porqués. Y en esas madrugadas no me importaría que una a una se fueran apagando todas las estrellas, ni que las hojas de los arboles que alcanzo a ver y la de todos los demás se derramasen sobre las calles vacías de vida y llenas de soledad, ni que los edificios comenzaran a desmoronarse uno a uno, ladrillo a ladrillo, ni que alguien, algún loco u otro desventurado prendiera y avivara el fuego para que todo cuanto quedase ardiera en llamas, llamas de desolación.

Y entonces el cielo comienza a anaranjarse y las estrellas desaparecen y por un instante creo que mis pensamientos se hacen realidad y me consuela pensar que el fuego pronto vendrá por mí.

Pero los pájaros empiezan a trinar y el despertador suena justo cuando el día empieza a clarear mis cobardías, y es en ese momento cuando sus ojos se abren y me dedica un adormilada sonrisa que encoraza mis heridas y colora el mundo, lo embellece y lo nutre de vida. Lo beso y lo doy los buenos días entregado, como todas las mañanas, a la más absoluta esperanza de oír de sus labios por primera vez algo que se parezca a un… “Buenos días papá”

Y como cada mañana vuelven los pictos,  las frases cortas, las indicaciones repetidas y esa alegría de vivir que él solo tiene, no sé si es por inconsciencia o por su modo especial de ser, pero a veces creo que muchas horas del día vive en la plena felicidad.

Es un luchador, lo tengo claro, y se esfuerza todo lo necesario para conseguir lo que quiere, y poco a poco va consiguiendo que sus labios adopten la posición adecuada para emitir ese sonido que quiere emitir, y que se parece al que le estamos repitiendo. Así que espero, que pronto, muy pronto, pueda oírle ese tan ansiado y deseado “buenos días”.

Es increíble como algo tan simple, tan normal, tan común como eso pueda aportar la más absoluta felicidad. Y eso solo puede aportármelo él. Porque el autismo me privó de su voz, de mil juegos que me hubiese encantado enseñarle, de miles de cosas que me gustaría contarle, de cientos de secretos que me hubiese gustado sonsacarle y me llenó de preguntas que seguiré haciéndole aunque sepa que no va a contestarme. Pero no me privó de la esencia de tenerte, ni me privará nunca de quererle.

 

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