Por las rendijas de la persiana se filtraba los rayos de sol, cada vez más oblicuos y débiles, según caí la noche. El domingo agonizaba, y parecía que no iba a llegar nunca. Tras dieciocho horas de espera, asomo al mundo; era perfecto, sus dos bracitos, sus dedos, sus manitas, sus piernas…
Estaba todo pensado. Estudiaría en el mejor colegio, bilingüe, por supuesto. Cursaría ciclos en el extranjero. Iría a la universidad, estudiaría derecho, medicina, arquitectura, lo que quisiera. Lo teníamos claro, cualquier esfuerzo sería poco para dar a nuestro hijo las mejores oportunidades.
Que ingenuos fuimos, como si nuestros padres no nos hubieran contado nunca el cuento de la lechera. A nosotros el cántaro se nos rompió 20 meses después de aquel frio domingo de diciembre, cuando empezamos a detectar que a nuestro niño, a nuestro perfecto niño, le pasaba algo. No señalaba, no compartía sus intereses con su mirada con nosotros, no respondía a su nombre, parecía no oírnos cuando lo llamábamos.
Nuestro mundo se desvanecía. Con el diagnóstico, se derrumbo por completo: autismo. Quien iba a pensarlo, tan cariñoso, tan alegre… Tuvimos dos opciones: deprimirnos y llorar por nuestro desafortunado destino o afrontarlo y empezar a construir juntos un nuevo mundo donde nuestro hijo pudiera ser feliz.
Fuimos construyendo un mundo de pictogramas, agendas, paneles, cuadernos de comunicación. Un mundo estructurado con rutinas, donde nada estuviera al azar, todo anticipado, un mundo sin improvisaciones ni cambios. Pero no siempre es fácil conciliar su mundo con el de los demás, con el nuestro. En ocasiones, choca con la incomprensión de muchos y la pasividad de otros.
Con el diagnóstico tomamos la salida de una carrera de fondo, una carrera perpetua por conseguir una vida normalizada. Una carrera sin tregua por sus derechos, para conseguir que pueda hacer lo mismo que los demás con los apoyos que precise; una carrera de reivindicaciones que nos ha llevado a conocer a personas importantes. Pero a pesar de que muchos de estas pregonaban su “sensibilidad” a los cuatro vientos, eso no ha evitado la segregación escolar, la falta de acceso a deportes, a ocio, y que en ocasiones, se nos aplique “la ley del embudo”. Los mismos que pregonan su sensibilidad, son los mismos que nos niegan, que le niegan, una vida normal ¡Quién diría que vivimos en pleno siglo XXI! A pesar de los obstáculos, seguiremos sin desfallecer, porque lo que teníamos claro, sigue imperturbable, “cualquier esfuerzo es poco”, aunque ya no deseamos darle a nuestro hijo las mejores oportunidades, nos conformamos con que tenga las mismas oportunidades que los demás.
Por suerte, nuestro pequeño, nuestro niño perfecto, lo vive en su mundo perfecto para él. Un mundo donde solo existe el presente, sin rencor, sin venganza, sin maldad, sin mentiras, sin falsedad…Un mundo perfecto, su mundo perfecto. Y si algo tengo claro, si algo he aprendido durante estos siete años, es que cada vez me gusta más su mundo, y menos el nuestro.