Memoria, infancia y recuerdo articulan «Somos dos», un relato directo desde el corazón que esperamos que disfrutéis tanto como nosotros.

 

«Somos dos» – Cuéntame el Autismo

Nosotros somos dos. Me habría gustado pertenecer a una gran familia igual que la de nuestra abuela, que era la sexta de siete hermanos. Siete, como los enanitos de Blancanieves, como los días de la semana, como los Sacramentos y como los colores del arcoíris. Pero solo somos dos: Hansel y Gretel de ojos negros y piel tostada, venidos al mundo en tiempos cercanos aunque desde constelaciones distintas y lejanas.

Desde muy pequeña me ha divertido fantasear con la idea de que nuestra madre, deseosa de serlo, se quedó mirando al cielo una noche y señalando un puntito de luz en la constelación de Cáncer, susurró “que baje una niña”. Y bajé yo. Supongo que esta ensoñación se debía sencillamente a la influencia de la película Pinocchio, de Walt Disney, cuya hipnosis sobre mi imaginación perduró hasta más allá de los seis años. En ella, el Hada Azul descendía de una estrella y así es cómo me veía yo: atravesando el éter, nimbada de luz, aterrizando con paso silencioso y mullido en el dormitorio de mi madre.

Solo diecisiete meses después de mi llegada, mi madre, con idéntica mirada anhelante y la misma determinación, señaló otro punto de luz, esta vez en la constelación de Escorpio, y dijo muy quedamente “que venga un niño”. Y aquí está mi hermano, cuyo silencio nos perturbó a todos hasta que alguien, al diagnosticarle autismo, nos dio palabras para comprender su silencio y todo lo que vendría después. En las fotografías de nuestra infancia aparecemos siempre juntos, él y yo, mi mano rodeando sus hombros, o sobre su cabeza, siempre en ademán protector.

Pero las imágenes más tiernas de nuestro pasado no están en las fotos sino en mi memoria o, para ser etimológicamente exacta, en mi corazón; pues el hecho de recordar (del latín “re” y “cors, cordis”) es volver a pasar algo o a alguien por las finas entretelas de ese músculo fascinante que es la sede metafórica de nuestros afectos.

Y entre todos los recuerdos hay uno cuya cualidad rutilante me ilumina la cara todavía, tantos años después, con una sonrisa: una tarde desapacible de noviembre mi hermano y yo estábamos armando un rompecabezas sobre el suelo del salón. Él acababa de cumplir 8 años, yo aún no tenía 10, y su lenguaje oral se reducía a palabras aisladas que expresaban peticiones en función de necesidades físicas como “comer”,”agua”o “pis”, o, digamos, espirituales como “música”, “peli” o “beso”.

Era sobre todo cuando decía esa última palabra cuando estallaban las risas y el alborozo general en nuestra familia. Mis padres lo levantaban en brazos, giraban y bailoteaban con él por la casa exclamando “¡ha pedido beso, ha pedido beso!” y tanto a él como a mí nos llovía una cascada de besos en la frente, en la coronilla, en las mejillas, en las manos… El escaso repertorio de mi hermano también incluía los adverbios “sí”, “no” y, para tranquilidad nuestra, “bien”. Mis padres y yo misma le preguntábamos a menudo “¿cómo estás?” por el gusto de oírle decir “bien” con su vocecita pausada e infantil.

Si él se encontraba bien, nosotros también. Así era.

Y en aquella tarde de viento y lluvia otoñales estábamos bien, él y yo hombro con hombro sentados sobre el parquet mientras poníamos piezas de un puzzle de colores chillones con figuras de la Cenicienta (San Disney, otra vez, patrón de tantos entretenimientos de nuestra infancia). Mi padre tecleaba en su ordenador y mi madre en el suyo cuando me pidió que empezara a preparar la merienda. “Mientras voy acabando esto” dijo sin apartar la mirada de la pantalla, “ve sacando el fuet, el queso y la mantequilla de la nevera y el pan, hija, que vamos a hacer bocadillos para merendar”. Me puse en pie, fui a la cocina y cumplí la orden de mi madre. Enseguida acudió ella y nos pusimos manos a la obra. Mi hermano seguía enfrascado en su tarea de armar los cuerpecillos de los ratones, el caballo y el coche-calabaza. El sosiego que aquella afición del niño nos proporcionaba a mis padres y a mí era, en palabras de mi madre, algo que no tenía precio.

Mi hermano, saltimbanqui, piojo eléctrico, corredor de “sprints”, ruidoso, brincador y, según mi abuela, danzarín y “atropella-platos” se apaciguaba, se sentaba y concentraba como un silencioso monje en miniatura para armar sus rompecabezas.

Y la calma reinaba en la casa por una hora. Ver películas también le entretenía , al igual que a mí, pero no alcanzaba con ellas el nivel de ensimismamiento bendito que conseguía con sus piececitas de cartón sobre el suelo del comedor. Ayudé a mi madre a hacer los bocadillos, a exprimir naranjas para zumo y a poner dos mantelitos cuadrados sobre la mesa. Avisé a mi hermano: “ven a merendar”, le dije. Levantó los ojos de su tarea , se puso en pie de un respingo, y se sentó a mi lado en la mesa. Debía de tener apetito porque recuerdo que sonrió de oreja a oreja al mirar los bocadillos y comenzó a zampar el suyo con verdadero deleite. Mi madre y yo también sonreíamos siempre ante el espectáculo de su voracidad lobuna y mamá me recordaba que, en presencia de este pozo sin fondo o esta lima que era mi hermano, convenía comer sin distraerse porque el tragaldabas era capaz de empezar con mi bocata en cuanto se acabase el suyo.

Lo mismo sucedía a la hora de la comida y la cena. “Oveja que bala pierde bocado”, decía la abuela, refranera y sentenciosa en materias de alimentación y salud de los niños. Yo me reía mucho con ese refrán porque me imaginaba a mi hermano y a mí como ovejas pastando y haciendo “BEEE”. Él se bebió el zumo y le pregunté “¿Quieres más?” Contestó “Sí”. Fui a la cocina, exprimí dos naranjas más y rellené su vaso.

Y entonces sucedió aquello que me hace sonreír de ternura tantos años después. Mi recuerdo favorito, la imagen, el sonido y la emoción que paso y repaso por mi corazón: mi hermano, que hasta ese día solo había dicho palabras sueltas, articuló su primera frase. Una oración completa, clara, rotunda. Una oración que me sonó a música, que me supo a milagro y que me sumió en un silencio absorto y emocionado. Noté que se me humedecían los ojos, tanta era la inesperada alegría. Mi hermano autista dijo su primera frase y la dijo por mí y para mí.

Mi hermanillo, mi querido pequeño, mi comilón, cogió su vaso, me miró a los ojos con agradecimiento y me dijo: “TE QUIERO”.

 


 

María de los Ángeles Rueda Prieto

VIII Cuéntame el Autismo 

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