Mi hijo es un niño mirlo.

Un pequeño pájaro de pelo rubio que, cuando se sienta en la silla lo hace de cuclillas, como quien se posa encaramado a la rama de un naranjo. Sus cabellos son dorados. Se asemejan a pequeñas plumas que, alborotadas, luchan entre sí para encontrar su legítimo espacio. Mirando más profundamente entre el suave plumaje, dentro de su cabeza el color blanco predomina. El blanco es un color rígido, riguroso, como su propia mente.

Mi hijo tiene siete años, una mirada profunda y el síndrome de Asperger. El necesita saber, conocer con precisión los minutos que faltan para comenzar lo siguiente. Ansía controlar el tiempo, como un anciano relojero que ajusta con mimo un secundero de plata. Eso ni es sensato, ni conveniente, pero claro, él no lo sabe. Como los mirlos del parque que al atardecer resplandecen entre las briznas de hierba en su ritual afanado de contar gusanos que otean en la tierra, él dice: «¡Aquí hay casi infinito!» o cuando el sueño le vence, después de un largo soliloquio con lo que yo creo que son sus propias ideas me dice con ternura: «Buenas noches, te veré dentro de diez horas».

A veces me sorprendo imaginando qué pasaría si mi niño mirlo fuera como los demás. Si sus plumas no fueran tan simétricas, sino más bien revueltas como las de una cría de gorrión despeinado, si no tuviera estereotipias, si las obsesiones no formaran parte de sus momentos, si no estuvieran los números y tiempos con fecha de caducidad revoloteando a su alrededor. ¿Seguiría siendo él mismo?

Siento que no, que siempre será un mirlo único de mirada crítica e infinitamente cristalina.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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