Sentimientos sin nombre

Autora: Nadia Quiles

 Decían que jamás sería muy expresiva. Decían que veía las cosas de manera distinta y que las emociones y reacciones humanas típicas se le resistían. Decían que su torpeza al relacionarse con los demás y su incapacidad de distinguir entre lo considerado correcto o incorrecto le impedirían encajar y ser feliz en sociedad.

Decían muchas tonterías.

Yo llegué a creérmelas a veces, en momentos de desesperación, cuando la veía permanecer inmóvil durante horas mirando la pared fijamente rechazando violentamente cualquier interacción, o cuando me llamaban de la escuela suplicándome que me la llevara a casa porque no paraba de gritar y que por favor considerara llevarla a un centro para discapacitados.

Entonces sucedió algo que me haría arrepentirme de haberme planteado que las sandeces que decían los psicólogos fueran ciertas.

Nos disponíamos a tomar el metro para ir a visitar a un familiar, cuando, de repente, frenó en seco. Le pregunté qué le pasaba y traté de que siguiera caminando, pero ella no respondía, permanecía inmóvil, con los pies y la mirada clavados en el suelo. Tras un rato así, tomó mi mano y empezó a caminar por un pasillo que conducía a otra línea, mas me dejé llevar.

Aunque no me di cuenta hasta tenerlo delante, ella había estado guiándose por el sonido de un violín. Se colocó justo delante del músico callejero que lo tocaba, un hombre de densa barba blanca y aspecto elegante pese al triste estado de su atuendo, y le miró fijamente. Parecía ser la única que había reparado en el talento de aquel pobre mendigo. Mientras la mayoría pasaba de largo o como mucho arrojaba un par de monedas sin mirar, ella había sido absorbida por aquella melodía.

El violinista le sonrió, y ella le devolvió el gesto, cosa que rara vez hacía. Me emocioné y sonreí también. Me agaché y puse las manos sobre sus hombros. Le pregunté si le gustaba, y asintió efusivamente con la cabeza, riendo. Aunque sabía que normalmente no reaccionaba bien a ello, no puede evitar abrazarla al ver aquella expresión de felicidad en su rostro. Aunque pareció extrañarle mi reacción, no opuso resistencia, dejó que la rodeara con mis brazos. Entonces el hombre tendió el violín hacia nosotras, preguntándonos si queríamos intentar tocarlo. Anonadada, lo tomé y la ayudé a ella a cogerlo y colocar las manos según las indicaciones del indigente.

En cuanto la primera nota sonó, aunque apenas fuera como un chirrido, se rió con una sonora carcajada, como jamás había hecho. Yo apenas podía contener las lágrimas de la emoción.

A poco tiempo le compré un violín y le busqué un profesor particular y nos sorprendió a todos lo rápido que aprendía y como aquello la había cambiado tanto. Y como había evolucionado también la percepción que se tenía de ella.

A cualquiera que pusiera en duda su capacidad de sentir y de expresarse, bastaba con invitarle a verla a uno de sus conciertos.

Con música expresaba más de lo que la mayoría podríamos describir con palabras. Su pasión se transmitía por el aire y se clavaba en el pecho de todos los presentes. Podía ser una música triste de las que encogen el alma o una melodía tan alegre que no era posible evitar sonreír. Aquel pedazo de madera le permitía mostrar lo que había en lo más hondo de su corazón. Pese a su TEA, ahora podía compartir con nosotros su entusiasmo, felicidad, dolor, melancolía, esperanza, amor y otros muchos sentimientos que ni tan siquiera tienen nombre.

 

P.D. Relato ficticio, no basado en hechos reales.

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