OCTAVIO

Autor: Roberto GuillénAlonso

Al terminar sus estudios de Historia, y mientras buscaba un trabajo improbable, Daniel comenzó a impartir clases particulares. En pocos meses alcanzó experiencia suficiente para enseñar con solvencia todas las asignaturas, excepto las de Ciencias en niveles avanzados. En invierno tenía ya unos cuantos alumnos, la mayoría a domicilio.

Por medio de uno de ellos le llegó una propuesta nueva: ayudar con los deberes a un niño de doce años autista. Daniel no se sentía preparado. Sabía muy poco del autismo, más allá de lo habitual y de sus recuerdos de Dustin Hofmann en la película Rain Man. Le dijeron que Octavio, el niño autista, medía ya 1,80 pero era un buenazo. Se le imaginaba, sin embargo, en algún violento e incontrolado ataque de ira…

Pese a todo, acudió a la entrevista con la madre de Octavio. Era una mujer de apenas cuarenta años, divorciada, que necesitaba realmente ayuda. Sabía que lo más apropiado para su hijo era la ayuda de un especialista, pero no podía pagarlo. Daniel prometió documentarse y hacer todo lo posible. Aquel mismo día le presentaron a Octavio: en efecto, era alto, un poco más que él. Pero muy educado y tímido y, para lo que Daniel esperaba, guapo y con buen aspecto. Nada en su físico permitía adivinar que tuviera aquel trastorno, lo que derribó otro de los prejuicios de Daniel.

La tarde elegida para comenzar las clases, Octavio se presentó sumamente cortés, con sus libros, prodigando atenciones a Daniel: si quería agua, o comer algo, o si tenía frío o calor. Estuvo atento a sus deberes, y los hizo con cuidado, con enorme cuidado, con exasperante lentitud, durante algo menos de una hora. A partir de entonces fue imposible que volviera a concentrarse. Daniel lo intentó todo con infinita paciencia, pero Octavio ya no estaba allí. La madre le había advertido de que eran necesarias clases de al menos dos horas, dada la lentitud del muchacho. Pero Daniel constató que su atención era nula en la segunda hora.

Daniel volvió a su casa con una sensación agridulce. Era un niño encantador, pero sentía que le sería muy difícil hacerse con él, ayudarle realmente con sus estudios, que era lo que se esperaba.

En clases sucesivas se repetían aproximadamente las mismas secuencias: atención inicial, y desconexión a partir de cierto momento, cerca de la hora de clase. Daniel no podía enfadarse con él, pero le hablaba con firmeza, le exigía atención y trabajo. Era inútil. Octavio buscaba las excusas más peregrinas para demorarlo, para ausentarse (le ofrecía agua repetidas veces, pese a su negativa), para buscar cualquier cosa. Daniel había escuchado en alguna parte que los autistas carecían de sentido del humor; que eran incapaces de captar las sutilezas de una broma, o de entender una ironía. Sin embargo, en las pocas clases que llevaban había comprobado que Octavio sonreía cuando le hacía algún comentario ingenioso. Decidió insistir por ahí.

Para su sorpresa, el niño encajaba muy bien las bromas. Reía a carcajadas con algunas ocurrencias de Daniel. Y le encantaba el contacto físico. Daniel le tiraba de la oreja para que estudiara, o le amenazaba con darle en la mano con una regla, al estilo de los profesores antiguos. Todo era en broma, naturalmente, y Octavio las captaba a la perfección, las celebraba con alborozo y se defendía simulando pelear con el profesor. Curiosamente, después de unos minutos de lucha, se enfrascaba de nuevo en sus deberes. Daniel comprobó que aquellas patochadas relajaban a Octavio, quien recuperaba la concentración después, aunque no por mucho tiempo.

Se fraguó una gran amistad. Daniel, con 24 años y cierto espíritu infantil, supo congeniar con Octavio como con un igual. Le ayudó con los estudios, es cierto, pero le ayudó sobre todo como amigo. Más allá de las clases, se convirtió en su mejor amigo. Y más aún, quizás, por la ausencia de la figura paterna.

Han pasado ya un par de años desde que se conocieron. Siguen dando clase juntos un par de días por semana, pero la madre de Octavio reclama a Daniel en otras ocasiones, y Daniel acude con mucho gusto. Ya es como uno más de la familia.

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