«Suspiros de España» es el título del relato que entra a concurso en la IX edición del certamen de relato corto Cuéntame el Autismo:  «Para alguien que, como Ángel, casi no podía hablar, la música era un don mágico ordenador del mundo, conductor del cuerpo y altavoz del espíritu». 

 

 

Cuando Ángel era aún muy pequeño (“menor que un grano de avena”, pensaba su madre con nostalgia y palabras de Miguel Hernández) aprendió a disfrutar del ritmo brioso del pasodoble; fue gracias al popular método de colocar sus piececitos sobre los de ella y dejarse llevar, embelesado y divertido, por los brazos maternales a lo largo de las estancias de la casa.

Sabido es que los placeres del alma la dejan adicta para siempre, de modo que el hábito de danzar creció entre los dos y, al cabo de los años, cuando el grano de avena se había convertido en una planta talluda que superaba en quince centímetros la estatura de la mujer, la desigual pareja podría considerarse ya una especie de dúo bailarín, nada ortodoxo, pero bien acompasado.

El muchacho llegó a amar el pasodoble con el mismo entusiasmo desinhibido, cándido y casi obsesivo con el que los chicos de su generación amaban el rap, el trap, el punk y otros monosílabos musicales. Para alguien que, como Ángel, casi no podía hablar, la música era un don mágico ordenador del mundo, conductor del cuerpo y altavoz del espíritu. Él nunca podría haberlo dicho así, con esas palabras, ni siquiera podría haberlas pensado. Pero todo su ser daba fe de ellas. El mundo afuera y las emociones que le brotaban desde dentro las confirmaban.

Para la madre, la música era un modo infalible de dar sentido y cierta coordinación a los movimientos repetitivos del chico; era una manera de dejarle tomar iniciativas, puesto que él mismo elegía y desechaba, ponía y quitaba los CDs en el aparato reproductor, y era, finalmente, una oportunidad de hacer ejercicio físico.

Para ambos, la música era el reino de la creatividad y de la diversión, porque a las idas y venidas de los pies en el pasodoble se irían uniendo, con los años, sencillas coreografías de brazos, palmadas y giros que la mujer ideaba al ritmo de otros sones, siempre alegres, para que se activaran las neuronas espejo del cerebro del hijo y para que sus ojos espejearan de júbilo.

Pero un día, los noticieros de todos los canales de televisión y de todas las redes que entretejían el denso tapiz de la realidad, informaron de que el país estaba en estado de alarma para combatir la propagación de un virus temible. La vida se detuvo. La primavera avanzó impertérrita, pero las calles, las aulas, las oficinas, los parques, los teatros, los cines, los auditorios, las terrazas y los bares se vaciaron de gente.  Y Ángel y su madre tuvieron que separarse. Ella había estado en contacto con personas infectadas por el virus , así pues, envió al chico a casa del padre y, decidida a no rendirse al desánimo,  se aisló en su apartamento. Aquello fue una triste ironía para ella: justo cuando miles de familias confinadas en sus hogares descubrían los pequeños placeres de bailar juntos en el salón o en la cocina, de guisar o de hacer cine fórum doméstico , Ángel y su madre tuvieron que dejar de bailar, de cocinar y de compartir películas. La gente redescubría a sus padres , a sus parejas, a sus hijos, mientras que Ángel y su madre se enfrentaban a un espacio aún no acotado de desencuentro y silencio.  Las vídeo-llamadas no servían más que para irritar a ambos, porque el chico no miraba la cámara del móvil, porque no se estaba quieto, porque el padre estaba siempre ocupado y no tenía tiempo de responder a las llamadas. Mil obstáculos.

Las semanas transcurrían como un fluido espeso y gris . Los mirlos, las urracas, los vencejos y los gorriones del barrio anunciaban, cada uno en su lengua, que había muchas cosas por hacer cada día. Las malvas reales, pobladoras de los alcorques de los árboles y de las grietas del  asfalto, demostraban que era posible seguir creciendo. Cada tarde, una cancioncilla pasada de moda repetía , desde las ventanas y balcones, una consigna que parecía sacada de un melodrama bélico: “Resistiré”. Los vecinos aplaudían, el buen humor y el ingenio circulaban por las arterias del alma nacional y con ellos surgían miles de chistes a propósito de la convivencia forzosa con cónyuges o con hermanos, vídeos de esforzados deportistas entrenando en sus casas, recetas de bizcochos, concursos de disfraces, miríadas de cantantes recordando que un mundo nuevo surgiría después de la pandemia, porque habríamos aprendido lo que realmente importa.  Había una especie de energía colectiva condensándose por encima de las tragedias individuales, de los difuntos de cada familia; una atmósfera épica de elevación de la voluntad.  A ratos, el cielo urbano era casi bello para la madre de Ángel. Asida a las rutinas del trabajo y a los breves goces de la lectura, conseguía llegar a la noche y tachar un día en el calendario con satisfacción, pues era una día menos que faltaba para volver a abrazar a Ángel y un día más sin que ella misma presentara síntomas de la enfermedad .

Mayo trajo un sol casi veraniego, tan rotundo que pronto las malvas empezaron a cabecear exhaustas, al igual que las rosas en los jardines municipales. Gracias a la progresiva disminución de los rigores del confinamiento, las calles fueron recobrando el pulso. Parejas con niños, dueños de perros y atletas las fueron llenando de movimiento y sonidos. El aire de las tardes era perfumado, el poniente era naranja y luminoso al terminar el día y todo, absolutamente todo, invitaba a olvidar que aún no era tiempo de abrazos. La madre de Ángel, sin embargo, no podía olvidarlo. Su vida se extendía poco más allá de su trabajo y el cuidado de su hijo. Su imaginación iba solo donde la llevaban los libros y la música, pero sin Ángel, ninguna música resultaba apetecible y ningún libro la rescataba totalmente de la soledad y del desasosiego. Nada podía ocultar que aún no era tiempo de besos ni de coreografías. Nada podía ahuyentar al espectro pálido de un nuevo temor, el de ser portadora del virus.

Pero la primavera , indiferente a la inquietud de los humanos, siguió con sus planes y quehaceres; el tiempo, fiel a su naturaleza huidiza, siguió hacia adelante imperturbable, y la vida entró en una nueva etapa : alivio, atenuación de la pena, libertad vigilada; fase uno del desconfinamiento, la llamaron las autoridades. Y un buen día, cuando la mujer revisaba sus mensajes de correo electrónico, leyó uno en el que su exmarido anunciaba la devolución, sano y salvo, de Ángel. “Mañana te lo llevo. Saludos”. Su hijo volvía y ella estaba sana. Corrió hacia el mueble donde se guardaban los CDs y puso uno en el reproductor: “Suspiros de España”, el pasodoble que tanto amaba y que iba a bailar por fin, de nuevo, con Ángel .

 


María de los Ángeles Rueda Prieto 


 

 

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