Había mucha gente en el supermercado ese día.

Las cajas de auto-servicio estaban despejadas pero mi hijo Antonio y yo, desde hace muchísimos años, siempre nos colocamos en la caja nº 3, independientemente de si hay más o menos cola en las demás. Tanto es así que si hago la compra entre semana —ahora que Antonio está de lunes a viernes en su residencia, tan feliz, quién me lo iba a decir, con la de noches en vela que pasamos hasta tomar la decisión, con el desgarro que aun siento en mis entrañas, las discusiones, el sentimiento de culpa, el vacío inmenso que me produce su ausencia, el puño que me golpea en el pecho cuando paso por delante de su cuarto sabiendo que no está, y eso que ya hace 15 años, dos meses y cuatro días…—, decía que si voy sola a la compra, sigo colocándome en la caja nº 3. Es una buena caja. No sé por qué, pero siempre hay una cajera amable, y si tengo que esperar un poco más, no importa. A mí me compensa.

Así que Antonio y yo nos pusimos en la cola de nuestra caja tras una joven con un carro hasta arriba. Era una mamá de complexión pequeña, vestida de deporte, que deslizaba con agilidad el índice sobre la pantalla de su teléfono mientras dos niñas de unos 6 años, mellizas probablemente, le pedían insistentemente, sin lograr captar su atención, las chucherías colocadas estratégicamente a la altura de sus pelirrojas cabezas.

Les sonreí.

Ellas me devolvieron la sonrisa al unísono y repararon en Antonio. Se miraron entre sí y soltaron una risita nerviosa. Una de ellas tiró de la manga de la sudadera de su madre y señaló con un dedito hacia mi niño. La joven mamá también lo miró y a través de los ojos de las niñas y su madre, también lo hice yo.

Antonio tiene 42 años, aunque creo que aparenta algo más; le han salido canas en las sienes… quizás nadie más lo haya notado. Es alto y muy delgado, de piel pálida e inmensos ojos: dos océanos azules, que a veces se tornan oscuros y que contienen todo un mundo enriquecido al que pocos tienen acceso. Antonio tiene autismo. Lo etiquetaron pronto, a los dos años y medio. A veces se pinta el autismo como un don extraordinario, personas de increíbles inteligencias y raras habilidades. Es cierto. Pero también lo es que la confirmación del diagnóstico es una bomba que cae a plomo en el seno de una familia y que lo dinamita todo, despertando un caos emocional que ataca con furiosas oleadas. Esa, es la realidad.

Cuando Antonio tenía la edad de las mellizas pelirrojas no hubiera podido ir al supermercado ni hacer una cola. Habría corrido sin rumbo por los pasillos; habría desparramado de un manotazo todos los productos que hubiera a su alcance y se habría tirado boca abajo sujetándose la nuca con las dos manos, golpeándose la frente contra el suelo porque hay demasiados objetos con distintos colores y olores y demasiados rostros y demasiados sonidos… La gente se apartaría de nosotros pensando que es un niño asalvajado, recriminándome con la mirada, y yo dejaría mi cesta ahí en medio, con un nudo en la garganta, apretando los labios hasta dejarlos blanquecinos para aguantar las lágrimas y tener el temple necesario para poder calmarlo… Me tiro al suelo con él. Oigo cuchicheos. Alguien dice que habría que llamar a seguridad, pero yo me aíslo de todo y le acaricio sus rizos de oro, hasta que el levanta la mirada azul y yo le sonrío y lo ayudo a incorporarse y sin hacer caso a nadie nos dirigimos a la salida de “Sin compra”… Pero ahora mi niño ha avanzado un mundo, y simplemente está esperando su turno, con los brazos muy apretados cruzados sobre el pecho, las manos atrapadas bajo las axilas, balanceando levemente el torso, la cabeza algo inclinada, la boca entreabierta de la que salen en bucle, una y otra vez, los mismos sonidos de una frase del Rey León, la mirada en otra dimensión…

La mamá les dice a las niñas que se cambian de caja y eleva el tono para que yo la oiga: «Ahí hay menos cola» y se van a la nº 4 pasando a través nuestra, de Antonio y de mí, con la mirada clavada en el suelo, inconscientes del latigazo que le acaban de propinar a mi pobre y lacerado corazón.

La cajera tiene un identificativo en la camisa. Patricia. Antonio con su voz gutural, que le sale del estómago y de millones de horas de logopedia y terapia, pregunta: «¿Cómo te llamas?». Es la caja nº 3, la de las cajeras amables. Patricia levanta la cabeza. Posa sus ojos castaños en los de mi Antonio. Se dibuja una sonrisa enorme en su rostro. ¡Es la caja nº 3! Nunca falla: «Me llamo Patricia, ¿y tú?».

—Oh, no, vámonos mamá. Se acabó —dice Antonio. Algo le ha perturbado. Pero Patricia insiste con su sonrisa blanca y espera unos segundos. Entonces Antonio responde:

—Yo me llamo Antonio. Tengo 42 años —y me ayuda a colocar las cosas en la cinta.

Antonio empuja el carro y pasamos por delante de la caja nº 4 donde aún sigue la mamá con las mellizas, y lo hago sonriendo, para que vea que estoy orgullosa de que mi niño haya hecho la cola y colocado los productos en la cinta y luego en las bolsas y estas en el carro.

Ya en el coche, Antonio se sienta detrás, en diagonal conmigo, como siempre lo ha hecho. Es el ángulo en el que mejor lo veo a través del retrovisor. Se concentra en la ventana. Me pregunto qué acontecerá en su mundo amplísimo… y de pronto me viene a la memoria una escena de cuando él tenía la edad de las mellizas pelirrojas, unos 6 años, y en el coche también iban sus hermanos mayores: Tatiana de 11 y Alejandro de 8, y jugábamos a que qué querríamos que se inventara en el 2000. Tatiana y Alejandro dispararon hacia el teletransporte y el fin de los deberes porque el conocimiento se incorporaría en el celebro con unos microchips. Yo pedí algo para que Antonio dejara de ser autista. Entonces Alejandro miró a su hermano pequeño que se balanceaba con saña y lamía el cristal de la ventanilla, y replicó indignado:

—Pero mamá, entonces, dejaría de ser ‘él’.

Me ha costado muchos años reconocer que mi hijo de 8 años tenía razón. Aun me cuesta. Al igual que la mamá de las mellizas —que estoy del todo segura no es mala, tan solo muy jovencita—, entonces yo aún no había comprendido, y aceptado, que ser diferente, está bien. Que tener el pelo rojo, está bien. Que ser muy alto o muy bajito, o muy inteligente o más lento, que ser del montón o no… está bien. Que tener autismo y mirar hacia dentro, donde se teje todo un complejísimo sistema de conexiones desconocidas para la mayoría, está bien.

Es de noche y paso por delante del cuarto de Antonio. No me resisto y entro. Está acurrucado en postura fetal, mirando hacia la pared, como siempre. Me siento en el borde de la cama. Le acaricio sus rizos de oro que se están blanqueando. Dicen que no son cariñosos. No es verdad. Antonio es el niño más sensible del mundo. Y sabe que hoy me han dado un pequeño zarpazo, porque todavía, a mis 72 años, me queda dentro algo de la mamá jovencita, tonta de mí… y sin volverse pone su mano delgada sobre la mía y nos quedamos así un ratito.

Es toda una declaración de amor. Así que por fin sonrío con los labios.

Y con el corazón.

 

Julia Pickman 

 

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